domingo, 11 de enero de 2015

El secreto de la mañana

Hoy he conocido la magia de mi ciudad. Veinte años viviendo en ella y apenas había intuido el secreto que encierra.

¿Alguna vez habéis paseado a primera hora de la mañana descubriendo los entresijos y laberintos de aceras y alfalto? Es entonces, -la ciudad despierta- cuando muestra en todo su esplendor los misterios desconocidos por los dormidos. Sus calles desiertas huelen a frío, a brisa... a los pasos recorridos por campesinos y señores a lo largo de la historia, a los besos prohibidos en lúgubres esquinas. Antes de que los comercios levanten sus persianas, la soledad te coge de la mano y te empuja por callejones oscuros con toques hippilonguis y ambientes especiados.

Hoy, el Rincón del Caballo Blanco era un espejismo de sol y silencio, apenas perturbado por paseantes de perros. Desde allí arriba he podido contemplar sin prisas toda la ciudad amurallada. A lo lejos, un ejército de amenazantes nubes negras enviaba ese aliento mensajero de sombrías intenciones a los árboles inquietos. Los montes de los alrededores parecían querer huir de la tormenta sin éxito. Humo y roca quedaban fusionados en una única frontera, en el límite que une cielo y tierra.

Después, mis pasos me condujeron hasta la Catedral, en un alto, presidiendo la capital norteña. Calles que bajan a lo mundano, empapadas por los primeros servicios municipales. Carteles y símbolos independentistas en los balcones que son parte de la cultura popular, me acompañaron en el descenso.