La princesa vivía encerrada en la lujosa torre de palacio, donde sólo debía preocuparse por mirarse al espejo y ponerse guapa para el príncipe azul que fuera a rescatarla del dragón que la custodiaba tras esos muros.
Un día, mientras barría el suelo de su alcoba, se preguntó por qué tenía que usar la escoba para algo tan vulgar y aburrido, cuando había un sinfín de otras actividades más provechosas que podía realizar con ella. Así que, con gran determinación, se quitó ese horrible vestido que le oprimía el pecho, montó sobre su escoba y salió volando por el pequeño ventanuco.
Entonces, se dio cuenta de que era libre, que la vida de fuera era fantástica y que no necesitaba que la salvaran. Que nadie podía decidir por ella su futuro ni su felicidad.
Y se dio cuenta, que no había dragón ni hechizo que la obligaran a quedarse en el palacio, que todo habían sido mentiras para que los príncipes azules mantuvieran sus privilegios y el mundo continuara su curso como hasta ahora.
Y se rebeló. Fue consciente de que ella tenía muchos más talentos que haber aprendido a limpiar y saberse maquillar. Que merecía mucho más que una vida de espera para ser convertida en trofeo. ¿Quién le garantizaba que le gustaría el príncipe? Nadie le había preguntado su opinión. No deseaba malgastar su tiempo besando sapos disfrazados.
Vio como, al no pintarse, se le notaban las verrugas de la cara, pero no le importó, porque ya no usaba espejos y sólo tenía que gustarse a sí misma. Además, las otras brujas también tenían defectos, pero éstos no les impedían vivir en armonía, respetándose y ayudándose.
El rey, el padre de la princesa, encolerizó al enterarse de la noticia y amenazó a su hija con desheredarla si no regresaba a su cárcel de mármol.
Y la antigua princesa, no tuvo más remedio que tintar su sangre azul para volverla maravillosamente roja, perder comodidades, corona, lujos, protocolos, amistades de conveniencia, la obligación de la boda, de ser madre, florero y fregona.