Érase una vez, en un reino no muy lejano llamado Capullolandia, bajo el lema de lo políticamente correcto, cada capull@ hacía lo que le daba la gana, siempre precedid@ por palabrería de alta gama que escondía valores no tan altos.
Gustaba a la ciudadanía capullina que se le dorara la píldora y se le palmease la espalda delante de multitudes. Era costumbre en l@s habitantes, denostar a otr@s, seguramente no tan capull@s y despreciarles por su origen, profesión, físico o aficiones, siempre quedando por encima, casi siempre a escondidas y entre el gentío.
Como en los otros reinos de la imbecilidad universal, en Capullolandia se gobernaba desde una dictadura invisibilizada, disfrazada de democracia.
Gustaba a la ciudadanía capullina que se le dorara la píldora y se le palmease la espalda delante de multitudes. Era costumbre en l@s habitantes, denostar a otr@s, seguramente no tan capull@s y despreciarles por su origen, profesión, físico o aficiones, siempre quedando por encima, casi siempre a escondidas y entre el gentío.
Como en los otros reinos de la imbecilidad universal, en Capullolandia se gobernaba desde una dictadura invisibilizada, disfrazada de democracia.