"Todos nosotros, entre ruinas, preparamos un renacer"
- Albert Camus -
Desgranaban las primeras luces del alba, cuando escuchó a su madre levantarse y poner agua a hervir para su primer té matutino. Podía tomarse cuatro o cinco infusiones al día. En cambio a Leire, le parecía la bebida más insípida y aburrida sobre la faz de la tierra. Su madre nunca desayunaba más que eso, pero le obligaba a ella a comer algo consistente: un trozo de pan con mermelada que a duras penas era capaz de terminar y un vaso de leche. Había adelgazado mucho en los últimos dos meses y a veces no encontraba la energía ni las ganas suficientes para levantarse y dar inicio a la jornada.
El soplo de claridad que se filtró por la ventana cuando descorrió la cortina, deslumbró sus ojos aletargados. Un diluvio en polvo había cubierto la calzada de una alfombra blanca. Se asomó a la calle, solitaria a esas horas de la madrugada, y sintió que el frío le quemaba las heridas de los antebrazos. Una silueta oscura enfundada en una gabardina la observaba desde una esquina. El humo de su cigarrillo tejía telarañas en la bruma. Gritó de impotencia y desazón, pero cuando su madre corrió a abrazarla, el hombre ya no estaba y una estela de vapor venenoso se perdía en la niebla, como si nunca hubiera existido.
Aquel invierno de sus dieciséis años comenzó a trabajar limpiando portales. No había querido continuar con los estudios después de lo acontecido y su familia no iba a permitir que se refugiara en casa para siempre. Notaba que sus hermanos la estudiaban preocupados, como si esperasen que en cualquier momento, fuera a hacer alguna estupidez. Y no les culpaba. Ni ella misma sabía que le pasaba en ocasiones. Como aquel día en clase.
Había discutido con la profesora de Química y ésta le había expulsado del aula. Ella había sentido que le faltaba el aire de pura rabia y frustración y había decidido asomarse a la ventana del pasillo. Lo siguiente que recordaba era en flashes: sirenas de la ambulancia, el camión de los bomberos, chillos... y a ella, de pie en el alfeizar, a menos de un paso del vacío.
A las nueve de la mañana, cuando finalizaba su horario de trabajo, acudía al hospital de día infanto-juvenil. Desde luego, había chavales que estaban mucho peor que ella. A quien no le daban espasmos, se acurrucaba en un rincón y no hablaba con nadie. También había gente más normal y se lo pasaban bien entre actividad y actividad. Ese día, le habían propuesto ayudar a pintar una sala del segundo piso. Le gustaba el dibujo y la pintura. Además, era buena.
Naroa, la trabajadora social del centro, le daba conversación a su lado. A ella le había contado prácticamente todo. El único problema era que no diferenciaba lo real de lo que su mente recreaba como un espejismo. Sentía que se hundía en las profundidades de un pozo sin fondo, absorbida por sombras espectrales que la envolvían entre tinieblas y voces que no reconocía.
Todo había comenzado dos años atrás como un juego. Lo conoció una mañana de primavera. Una de las primeras de calor. El sol parecía burlarse de ella, viéndola marchar tan temprano para soportar interminables clases de asignaturas inútiles. Los árboles habían explosionado en flor e invitaban a la alegría.
Antes de llegar al moderno edificio del instituto cuyo interior albergaba aburridas aulas repletas de pupitres, largos pasillos y profesores amargados, dispuestos a complicarle la existencia; había quedado con un par de amigas para compartir un porro que le hiciese más amena la mañana. Eva y Lola no eran compañeras del centro escolar, sino más mayores. Les presentaron en fiestas del barrio. Con ellas, había probado el cannabis y había sentido la adrenalina de robar en el Corte Inglés sin que les pillaran.
- Hemos quedado con nuestros sugar daddy. Les va a acompañar un amigo. ¿Te unes?
Leire no tenía ni idea de qué era eso, pero cuando se lo explicaron, pensó que bien merecía la pena perderse un día de clase si, a cambio, no tenía que volver a estudiar el resto de su vida.
Según le explicó Eva, los "sugar daddy" son hombres mayores que buscan chicas guapas y jóvenes para que les hagan compañía, a las que pagan y compran caprichos en un trueque que cubría necesidades de ambos lados. "No tienes que hacer nada que no quieras. Dinero fácil y rápido", le aseguró Lola. "Sería una pena que no aprovecharas tu potencial" añadió, como si no sacar beneficio de su cuerpo y de su juventud fuera un desperdicio, un pecado capital.
Él era más joven y más atractivo que los otros dos señores que esperaban a sus compañeras. No tendría más de treinta y cinco años, así que -se dijo- la diferencia de edad no resultaba tan insalvable. Era súmamente agradable y considerado. En su primera cita, le regaló un Iphone, además del vestido que le había comprado para la ocasión. Con el dinero que ganaba, podía consumir más a menudo y el cannabis le ayudaba a olvidar los problemas que empezaban a surgir en casa: que si faltaba a clases, no aprobaba los exámenes, no llegaba a la hora establecida los fines de semana, broncas con sus hermanos, que de dónde había sacado la ropa nueva... y mentira va, mentira viene... Fueron meses de desatino sin conciencia, en los que, con la fe inmadura de quien no le ha visto todavía nunca las fauces al lobo, cree que el mundo está en sus manos y que se lo puede comer entero sin sufrir una indigestión.