“El feminismo es la idea radical que sostiene que las mujeres somos personas"
- de Cheris Kramarae/ Angela Davis
El día que la conocí llovía a mares. La tormenta había comenzado sin avisar y a mucha gente nos sorprendió en mangas de camisa. La ciudad se volvía más caótica, si eso era posible, en los días de lluvia. Una cortina de agua descendía hacia la tierra y al rumor de las gotas chocando contra el suelo se unían los truenos y el ruido del tráfico. Ríos de agua anegaban las aceras y formaban charcos en el asfalto. Sin embargo, ni un cielo de plomo ensombrecía esa luz especial que caracteriza a la capital italiana ni eliminaba un ápice de su belleza natural.
El diluvio me pilló en mi plaza favorita. Algunas tardes, si me daba tiempo tras salir de la facultad, paseaba hasta el centro y comía en la cantina que regentaba un indio de sonrisa fácil, donde cocinaban la mejor pasta del mundo. Después, recorría los callejones inundados de turistas y me maravillaba ante el arte de los edificios y esculturas, para terminar deleitándome con un helado o un capuccino en Piazza Navona. Llevaba un par de meses allí y ese ambiente me seguía fascinando. Era como sentir mil mariposas en el estómago.
Aquel día, por uno de esos milagros que sólo pueden asombrar en Roma, alcancé mi autobús a tiempo en Via del Corso -hecho inaudito- y, salvo los bajos de mis pantalones, no me empapé demasiado.
Ella estaba donde siempre, recogiendo sus pertenencias bajo el pequeño toldo de un pub. A decir verdad, ella y yo nos conocíamos desde mi llegada a la Città Eterna. Podría decirse que se ganaba el jornal en la calle, cerca de donde yo vivía y la veía muchas veces cuando me dirigía a la universidad y al regresar. Pero nunca habíamos hablado. Hasta ese momento. El momento en el que, con mi italiano chapurreado, le presté el paraguas para que no se mojara de camino a la habitación que ocupaba junto con su hija.
Desde aquel día, nos saludábamos al pasar. En una ocasión en que el frío arreciaba, la vi desde mi ventana. Cruzaba la carretera para dirigirse a su puesto habitual y se me ocurrió llevarle un café caliente y unas pocas pastas que había comprado por si tenía visita. Nos sentamos en un banco y nos presentamos. Se llamaba Vera y era brasileña. Se había asentado en Roma, como podía haberlo hecho en cualquier otro sitio, buscándose la vida. Y lo hacía. Se prostituía. No debía ser mucho mayor que yo, pero su mirada parecía haber visto más miseria y tristezas de lo que yo vería en cien años. Para Vera, la ciudad no tenía la magia que yo intuía entre sus adoquines, ni disfrutaba de los conciertos que los músicos bohemios brindaban a plena luz del día. Para ella, aquel era un país más, cuyos muros llenos de historia hedían horror y corrupción. Sin embargo, Vera todavía reía. Tenía la carcajada clara y sonora del repicar de las campanas.
Durante un tiempo, continuamos reuniéndonos en ese banco a charlar con la excusa de un café. Hasta que un día me atreví y la invité a mi casa, un pisito que compartía con otros estudiantes, que apenas paraban en él. Aceptó, a riesgo de perder a los puteros que le pagasen el alquiler del mes. Para ese encuentro, ya sabíamos muchas cosas la una de la otra. Éramos amigas. Y ambas habíamos perfeccionado nuestro italiano. Vera decía que pasaba gran parte de su día desnuda ante desconocidos, pero sin compartir una intimidad real como lo hacía en esos momentos, ante una muchacha que sabía poco o nada de la vida, pero no juzgaba la suya.