Te lo prometo. No hay
ciudad más bonita en el mundo que Pamplona en otoño. O, al menos,
así me lo parece a mí. No tiene nada que envidiar a esas majestuosas ciudades, famosas por su belleza arquitectónica o su paisaje.
De madrugada, las nubes
resbalan desde el cielo para humedecer la atmósfera y los adoquines.
Es la hora de los enigmas, de las leyendas antiguas que embrujan la
vieja Iruña. Esa hora gris, cuando la ciudad se despereza, se sacude
la hojarasca y tiende una resbaladiza alfombra para quienes, con las
mentes aún somnolientas, atraviesan el ambiente helado entre exhalaciones de vapor.
Nunca antes me había sentido tan afortunada por disfrutar de ese momento, ataviada con mi abrigo, la bufanda y un gorro, para hacer frente a las bajas temperaturas. Como alguien que, oculta entre las últimas tinieblas de la noche, es capaz de leer los anhelos y esperanzas de viandantes sonámbulos. Aunque en realidad, sólo las imagine.
Nunca antes me había sentido tan afortunada por disfrutar de ese momento, ataviada con mi abrigo, la bufanda y un gorro, para hacer frente a las bajas temperaturas. Como alguien que, oculta entre las últimas tinieblas de la noche, es capaz de leer los anhelos y esperanzas de viandantes sonámbulos. Aunque en realidad, sólo las imagine.
Todos los días el mismo
recorrido, los mismo lugares a las mismas horas. Los mismos amaneceres malvas y ocasos escarlata. El mismo sol tímido que
crea reflejos en el Arga o se esconde de la lluvia, velando su rostro a los charcos. El mismo parloteo
incesante, los graffitis y los símbolos diversos colgando de fachadas destartaladas. Las obras en Pío XII con las que nadie está conforme, el tráfico, las
esperas en los semáforos o en los ascensores que suben a Descalzos. Esa iglesia tan tétrica y acogedora a la vez, cuyos santos me observan desde sus pedestales en la oscuridad. El parque de la Taconera con sus contrastes de amarillos, rojos y
verdes, los bancos de madera y los ángeles de las aceras dejando
caer lo minutos en una prórroga eterna...
Todo sucede en este
escenario mágico, en un entorno que rebosa encanto dentro de su
normalidad sencilla, invisible para tant@s. El corazón me da un
vuelco al saberme privilegiada por esta rutina hechicera, donde l@s
desconocid@s se convierten en familia, de la que no conozco nombres
ni historias, pero a quienes agradezco la sonrisa diaria. L@s echaré de menos cuando mi cotidianidad
se rompa y cambie.
Fotografías de "Rincones y lugares pamploneses" |
A continuación, los
mediodías tardíos prendidos de silencio, las calles desiertas, el
aroma a comida y marihuana escapando de los bares y de los balcones del
primer piso. Después, la calma y la serenidad que preceden al
jolgorio y a la risa.
Cuando el atardecer se apaga entre las callejuelas abarrotadas y la ciudad se viste de
gala; cuando la luz de las farolas dibujan los contornos y trazan formas en la bruma, mientras el frío pinta de azul las yemas de los dedos... Entonces, en la hora naranja, aparecen.
Los castañeros son para Pamplona como los villancicos para la Navidad, como el pañuelico rojo para los sanfermines, como la luna para la noche, como la fuente para la peregrina cansada, como el chocolate, peli y manta para las desapacibles tardes de tormenta. Que podrían no estar, pero que estén provoca que lo ordinario se convierta en perfecto.
El olor a castañas impregna el aire. Y como quien regresa al hogar después de un largo viaje, la gente de Pamplona, nos sabemos en casa. Quizás por esa razón, nunca nos sentimos lejos de ella, porque cuando Pamplona se te mete dentro, jamás se va.
El castañero tiene una sonrisa amable, una broma o un comentario para cada persona. Nunca nadie les ha visto abrir o cerrar su puesto, como si -simplemente-, estuvieran ya allí, invitando a la cercanía y a un instante de calor hogareño y rural traducido en media docena de las castañas más ricas del planeta.
A menudo, pienso que los castañeros son medio brujos, a pesar de ir disfrazados con esos guantes toscos que dejan al descubierto unos dedos negros de trabajar con el carbón. Son los predecesores de los Magos de Oriente y del Olentzero y por eso, a pesar de lo que digan, yo creo que los castañeros existen desde siempre y para siempre, porque sin ellos, a los otoños pamploneses les faltaría algo.
*El 29 de noviembre se celebra la festividad de San Saturnino/ San Cernin, patrón de Pamplona.
El olor a castañas impregna el aire. Y como quien regresa al hogar después de un largo viaje, la gente de Pamplona, nos sabemos en casa. Quizás por esa razón, nunca nos sentimos lejos de ella, porque cuando Pamplona se te mete dentro, jamás se va.
El castañero tiene una sonrisa amable, una broma o un comentario para cada persona. Nunca nadie les ha visto abrir o cerrar su puesto, como si -simplemente-, estuvieran ya allí, invitando a la cercanía y a un instante de calor hogareño y rural traducido en media docena de las castañas más ricas del planeta.
A menudo, pienso que los castañeros son medio brujos, a pesar de ir disfrazados con esos guantes toscos que dejan al descubierto unos dedos negros de trabajar con el carbón. Son los predecesores de los Magos de Oriente y del Olentzero y por eso, a pesar de lo que digan, yo creo que los castañeros existen desde siempre y para siempre, porque sin ellos, a los otoños pamploneses les faltaría algo.
De Pamplona... Al cielo.
Genial! Me gusta Pamplona sin conocerla y las castañas sin haberlas probado, se me hace la boca agua..
ResponderEliminarQué lugar tan maravilloso!!! Esas fotografías parecen acuarelas. Precioso!! Tendré que acercarme algún día... de otoño!!!
ResponderEliminarQué maravilla de relato. Se ve que estás enamorada de tu ciudad, si no, es imposible dibujarla tan bien. Enhorabuena!!
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