Algunos decían que se trataba de un príncipe desahuciado de origen oriental, otros afirmaban que era un loco, un borracho, que se refugiaba allí de sus fantasmas. Mis amigas creían que era un muchacho normal con demasiados problemas en casa para aguantar en ella por más tiempo. Pero para mí, era una aparición divina, un ángel que se había perdido y deambulaba sin rumbo, sin saber qué hacer o adónde ir.
Hacía tiempo que le contemplábamos al anochecer, mientras paseaba por la orilla de la playa. Dedicaba unos minutos a recoger caracolas y trazar dibujos en la arena para, a continuación, dirigirse a un viejo caserón abandonado, cerca de los acantilados. Era un edificio enorme, pero la mayor parte había quedado reducida a escombros por un incendio ocurrido décadas atrás.
En la sala de estar, podíamos ver un majestuoso piano de cola que esperaba a esas noches estivales, para ser tocado de nuevo. El joven misterioso posaba sus delicadas manos suavemente sobre el teclado y sus dedos comenzaban a bailar formando melodías extraordinarias. Al menos, lo eran para mí. Mis amigas se marchaban antes de que terminase el recital.
Entonces, llegaba ese momento mágico que nunca quise compartir con nadie. Aquella criatura escapada de las antiguas fábulas hindúes, pasaba a la habitación contigua, en penumbra, encendía varias varillas de incienso e iniciaba un hipnótico ritual con cánticos y asanas.
Una sofocante noche de verano, desperté empapada en sudor frío y con el fantasma de un grito en mi garganta. Había tenido pesadillas. Me hallaba en esa extraña situación entre el sueño y la vigilia, cuando me di cuenta de que no estaba en mi habitación. Me encontraba en el jardín de la mansión abandonada, junto a la ventana desde donde espiaba al estrafalario emir. ¿Cómo no me había espabilado antes?
Intenté levantarme del suelo de piedra, con la intención de volver a mi cuarto y refugiarme bajo las sábanas. Sin embargo, mi aturdimiento y algo que se deslizaba entre los matorrales, me dejaron paralizada durante una fracción de segundo. Dos grandes ojos amarillos me contemplaban sin pestañear desde la selvática negrura que rodeaba la casa. Por un instante, el susto me impidió razonar y quise echar a correr, pero enseguida oí maullar a ese maligno espectro de pelaje cobrizo y unas enormes manos lo alzaron del suelo. Comprendí que mi menor problema era un gato chivato que me enseñaba los colmillos y se relamía con sorna.
El príncipe hindú, o quien fuera aquel muchacho de piel aceitunada, me observaba mientras acariciaba al felino. No había enfado en su mirada, tampoco sorpresa. Me ofreció su ayuda para ponerme en pie y me invitó a rebasar el umbral del portón y adentrarme en aquel lúgubre palacio en ruinas. Asentí sin pensármelo dos veces.
El caserón desprendía un fuerte hedor a cerrado y comprobé que el tiempo y la humedad habían dejado manchas en las paredes. Las llamas parpadeantes de unas velas eran la única iluminación y conferían a la estancia un ambiente interesante y cautivador. En una esquina, unos títeres de apariencia grotesca y ropajes harapientos atesoraban un cúmulo de polvo. Y, en el centro, por supuesto, el espléndido piano de cola.
Mi anfitrión me guió hasta una mesita entre dos butacas y me sirvió una infusión aromática. De pronto, rompió el silencio con un agradable acento extranjero y empezó a narrar una historia que, a través de sus palabras, me parecía que estaba aconteciendo allí mismo, ante mis ojos.
"Cuenta la leyenda que dos jóvenes enamorados, pero de castas diferentes, se reunieron a escondidas una noche en la playa para sellar un compromiso eterno. Pero no estaban solos. Alguien les vigilaba en la oscuridad. La Luna, envenenada de envidia, susurró un hechizo sobre la pareja y descendió por el tobogán de las olas como testigo de esa alianza secreta.
Ambos jóvenes quedaron prendidos de la belleza etérea del astro lunar. Ella deseó ser igual de hermosa y se fundió en el mar para convertirse en su pálido reflejo. Él la quiso acariciar y no se dio cuenta de quién se adentraba en las aguas agitadas, para no volver jamás. Mientras, el viento susurraba los últimos versos de una maldición reciente:
'Si hay arrebatos que terminan en locura,
la amargura sólo se cura con un gesto de ternura"
Desde entonces, cuenta el cuento, que ella es el eco luminoso de la Luna en el oleaje; y que él, con el alma atormentada, vive en un antiguo palacete construido sobre un barranco, para poder verlas a las dos. Apenas sale, y las noches sin luna, llora desconsoladamente y su llanto, atraviesa las épocas y se prolonga hasta más allá del horizonte."
Una sombra de tristeza cruzó su mirada penetrante al finalizar el relato y no pude, ni quise, apartarme de su lado hasta el amanecer. Su silencio encerraba miles de enigmas y su conversación desprendía tanta sabiduría como debilidad. Había en aquel exótico personaje una luz, algo que me atraía hasta el punto de saberme con la persona correcta en el instante adecuado. Creo que él también lo intuía.
Desgranaban las primeras luces del alba y la niebla espesa, comenzaba a diluirse. Se levantó y descolgó de la pared una sencilla guirnalda de flores que colocó en mi pelo. Después, me acompañó hasta la galería que conducía a la puerta de salida. Hizo una pequeña inclinación a modo de despedida y yo, sin ganas de contenerme, le besé en la frente.
Luego, me apresuré a abandonar la casona, todavía confusa. Oía mis pasos nerviosos sobre las baldosas del patio, mientras buscaba algún pensamiento lógico en mi mente somnolienta. Sin embargo, no pude reprimir girarme a decirle adiós con la mano. Sonreía. Lo sentí sonreír tras los ventanales empañados.
Fue la última vez que lo vi.
Fue la última vez que lo vi.
Aquella noche, regresé al lugar donde la mansión había sido construida. No quedaba rastro de ella y no me asombró. Esa misma tarde, mis amigas habían actuado como si el chico indio nunca hubiera existido. Ni una palabra al respecto. Tampoco yo dije nada. Supongo que el corazón había adivinado las respuestas que mi razón aún es incapaz de imaginar.
La zona se hallaba ocupada por un jardín de estatuas, mausoleos y ángeles negros, por lo que reptaban yedras, como brazos que ascendían del inframundo. Aquel se había convertido en un paraje desolado, salvo un rincón al que llegaba el sol. Me aproximé y allí estaba: una efigie del príncipe maldito con los brazos extendidos y esa sonrisa serena en su rostro de marfil.
Decidí entonces que no volvería a mencionar su recuerdo a nadie.
Sería nuestro secreto.
"No me hace falta la luna
ni tan siquiera la espuma,
me bastan solamente
dos o tres segundos de ternura."
- Luis Eduardo Aute -
Vaya tema!!! Creía que las emociones sentimentales no eran lo tuyo!!!
ResponderEliminarBueno me has sorprendido... Muy bonito...