lunes, 4 de noviembre de 2019

El ángel del tercer grado

Conocí a Manuel por correspondencia. Me lo pidieron como favor y acepté por sentir que hacía una obra de caridad. No tenía ni idea.

Al principio, me costaba rellenar un folio con anécdotas sin importancia y preguntas protocolarias, pero poco a poco, me fui animando. Le escribía acerca de mis aficiones y sueños, sobre mi familia, el trabajo, mi forma de pensar y de ver el mundo. Pronto, aquel desconocido de caligrafía elegante y precisa se convirtió en un amigo íntimo, sin apenas advertirlo. Me habían avisado: Manu era muy especial.

Me contestaba siempre, dándome sabios consejos desde esa humildad de quien se sabe indigno para intervenir de manera alguna en la vida de los demás. Según me contaba, antes de quedarse en la calle y dormir en las aceras de Madrid, Barcelona o París, vivió en Marruecos y Pakistán en un tiempo que no recordaba. Hacía diez años había sufrido un accidente que le había dejado amnésico y solo en el mundo. Hablar sobre ese pasado que únicamente podía imaginar a través de flashes y momentos inconexos que iluminaban su mente de repente le hacía sufrir. Lo sabía por las señales de sus lágrimas en el papel. No quise hurgar en la herida y preguntarle más, pero era consciente del dolor que esa incertidumbre le causaba.

Por aquella época, Manu estaba en prisión y allí dentro se dedicaba a enseñar a otros presos a escribir o dibujar. Él mismo realizaba retratos de sus vecinos de celda y de las instalaciones del centro penitenciario. A menudo, me enviaba alguna de sus pinturas y podía adentrarme, a través de sus ojos, en la vida de aquellos tristes prisioneros.

Siempre finalizaba sus cartas con un agradecimiento y el deseo de conocernos en persona algún día. Sin embargo, a mí me gustaba así, a distancia. Me gustaba imaginármelo, que su presencia física no me afectara para trabar una amistad profunda. Disfrutaba de esa relación mágica creada a través del papel y la tinta. Quizás fuera cobardía y esa paz perezosa de no tener que implicarse en exceso con alguien. Ignoraba que los anhelos de Manuel eran órdenes para un destino aburrido de castigarle injustamente y no poder vencerle.