"Al final, cabe preguntarse si la casualidad existe de verdad.
¿Quizá todas las personas con las que nos cruzamos recorren nuestro perímetro con la esperanza incesante de cruzarse con nosotros?"
¿Quizá todas las personas con las que nos cruzamos recorren nuestro perímetro con la esperanza incesante de cruzarse con nosotros?"
- En La Delicadeza de David Foenkinos -
Soy
un as escuchando conversaciones ajenas. No es por cotilleo, sino por
trabajo. Poco importa si la historia es real o ficticia. Mis lectoras
y lectores siempre buscan en la contraportada de la revista un buen
relato, da igual que sea un drama o una comedia, siempre que sea
entretenido y les quite de cabeza sus propios problemas.
Viajando
en el metro, en el autobús, sentada en la cafetería o en el banco de
un parque; charlando con alguien, escuchando música, haciendo la
compra o comiendo en un bar. De todas las situaciones puede
surgir algo digno de ser contado.
Por
eso, todos los viernes, ceno en un restaurante. Es mi lugar favorito
para conseguir mi dosis de inspiración. En los restaurantes, la
gente suele ir acompañada y habla y habla, casi como si olvidaran
que están en un lugar público. Sin embargo, me llaman especial
atención las parejas que se sientan en una mesa, la una frente a la
otra y no se dirigen ni una palabra. Ni una sola palabra. Sólo oyen
el ruido de los cubiertos al rozar con el plato y el murmullo
generalizado. Me da para preguntarme ¿será que están enfadados?
¿Por qué han venido a cenar entonces? ¿Llevarán tantos años
juntos que se han aburrido el uno del otro y salen para rodearse de
otras personas y no encontrarse tan solos en su propia compañía? Y
me percato de si se miran o no, si se sonríen o no, si meten el
tenedor en el plato del otro o no, si beben alcohol o no... Cuando me
topo con una de estas parejas, mi crónica suele ser dramática,
incluso la convierto en tragedia. Que corra la sangre siempre gusta a
los lectores. Lo reconozcamos o no.
Últimamente, opto por un local cerca de mi casa. Barato, comida casera y trato
amable. La dueña ya me conoce y me reserva la mesa bajo la escalera,
donde me llegan mejor retazos de conversaciones y además, paso
desapercibida. Ceno sola. Ya lo dije: estoy trabajando. Cada semana
pido un menú diferente. “Lo que me aconseje la casa”. Y doy un
trago a mi copa de vino. Eso que no falte. Una copita de vino blanco
para acompañar mi soledad.
Antes
de que me sirvan, hojeo un libro. Es mi momento de relax. De vez en
cuando, levanto la vista y contemplo la estancia y a las personas que
han ocupado sus sitios a mi alrededor. Familias, amigas, compañeras
de trabajo, cenas de negocios, parejas que recién comienzan,
matrimonios consolidados... De todo pasa ante mis ojos. A veces, no
hace falta el lenguaje verbal, porque una lágrima cae, una mirada
despierta, un abrazo anima, una sonrisa enamora, dos manos se
acarician sobre el mantel... Me sirve para hacerme una composición
de lugar y trazar las primeras líneas de mi esbozo. Más tarde, mis
oídos comienzan a captar también las risas, anécdotas,
preocupaciones, peticiones, propuestas de matrimonio o de divorcio,
el niño que no quiere comer o que quiere un poco de cada cosa, el
cierre de un negocio beneficioso para ambas partes, una solicitud de
perdón y una respuesta afirmativa o no... Compruebo que estamos
hechas de sonidos y de silencios que desvelan historias. Y empieza a
orquestarse todo. Termino mi primera copa de vino y continúo con mi
observación participante.
Durante
varias semanas seguidas veo al mismo tipo, solo, en la barra. Bebe
vino. Blanco, como yo. Pero la copa le dura más. Y únicamente toma
una. Luce un sombrero sobre su cabeza y una barba oscura, bien
cuidada. Nuestras miradas se cruzan sin quererlo varias veces. Me
pregunto qué hace allí. ¿Vendrá todos los días? ¿Quizás quiera
ahogar sus penas en alcohol? Difícil con un poco de vino. ¿Cuáles
serán sus miedos, sus inquietudes, sus creencias? ¿Qué guardará
en la pequeña bandolera que le cuelga del hombro? ¿A qué se
dedicará? Imagino que a la pintura. Tiene aspecto de bohemio. Y de
no llegar a fin de mes con holgura. Puede que espere a alguien que
nunca llega. Puede. Puede que haya salido de trabajar, un viernes por
la noche y quiera relajarse un poco antes de encerrarse todo el fin
de semana con su mujer y sus tres hijos pequeños. Pero no. Habíamos
quedado que era un artista. Los artistas de verdad no tienen un
empleo formal ni crean una familia tradicional. Al menos, en mi
imaginario.
Una
noche algo cambia. Hace calor y el establecimiento ha sacado las
mesas fuera. Yo también he cogido posición en la terraza. Mi
concentración está dividida entre las explicaciones que una chica
joven le da a otra -sobre cómo va a dejar a su novio por estar
enganchado al fútbol y no destinarle un tiempo a ella- y enrollar
mis espaguetis en la cuchara sin que se escurran, caigan en la salsa
y me salpiquen la ropa. Cuando lo veo entrar. El hombre del sombrero.
Nos miramos con la simpatía que proporciona la costumbre y sigo a lo
mío. Sin embargo, al poco rato, siento una presencia que se acerca a
mi mesa y se sienta frente a mí. El hombre del sombrero. Le miro
perpleja y me devuelve la mirada, ladino. En ese momento, le traen
otro plato de espaguetis y otra copa de vino. Blanco, como la mía.
Ambos
comemos, intercambiamos alguna mirada de reojo, pero ni una palabra.
¿Quién me iba a decir a mí que iba a formar parte de una de esas
parejas prisioneras del silencio? Finalizo. Podría levantarme
rápidamente, incómoda, o hacer como que miro el móvil, pero no lo
hago. Apoyo la espalda en mi asiento mientras degusto mi bebida y le
contemplo, sorprendentemente tranquila. No me altera su
comportamiento.
Una
película de sudor le cubre la frente y con la servilleta se limpia
una gotita de salsa que ha manchado su bigote. De cerca, no parece
tan mayor. Tal vez, tenga mi edad. Tal vez, incluso tenga unos añitos
menos. Sus ojos son grandes, verdes oscuros, cuando de lejos me
habían parecido castaños y tiene un párpado ligeramente más caído
que el otro, decorado por una pequeña cicatriz. Huele bien, no es a
perfume ni a las especias con la que han condimentado la pasta, pero
es un aroma agradable. No vislumbro ninguna otra particularidad más
en él. Es normal, lo que le hace perder bastantes puntos de artista
bohemio. Ante estos pensamiento, río para mí y de mí misma. Cuando
termina su cena, él también se reclina y me mira. Ambos nos
estudiamos. En más de una ocasión, estoy apunto de echarme a reír,
pero me contengo. Y menos mal, es la primera de muchas noches
similares. Al menos durante un par de meses.
A
menudo, yo ya estoy allí cuando él llega, pero sí se me adelanta,
pido a los camareros que me lleven la cena a su mesa y me siento
frente a él. Ni siquiera nos saludamos. Desconozco su nombre o cómo
suena su voz. No sé su edad, de dónde viene o a dónde va. No
obstante, en ese ritual silencioso de los viernes por la noche, se ha
creado cierta familiaridad. Siempre cenamos lo que el otro ha pedido.
Supe así que no le gustan los peces, porque cuando tocaba pescado,
jugaba más con la comida y no hacía falta ser muy lince para
descifrar los gestos de su cara. Aunque se lo comía y eso me hacía
gracia. Sin embargo, desde entonces, me abstengo del producto del mar
en estos encuentros. Y prefiere el pan integral al blanco, porque si
me como yo el integral siempre sobra el otro y en cambio, no pasa lo
mismo al revés. Sé cuando un alimento es novedoso para él porque
lo saborea despacio y si no, engulle. También sé que no es pintor
porque sus manos siempre están limpias y sus uñas bien cortadas. Si
está mal, sus ojos no lanzan sus chispitas habituales. Se le pueden
leer las emociones en esos ojos preciosos. Y si está contento,
fácilmente se le sale la sonrisa e intenta ocultarla concentrándose
en su plato y apretando fuerte los labios, pero le delatan esos
hoyuelitos tan divertidos.
Un
día, me enteré de que es mi vecino. ¡Mi vecino y yo sin saberlo!
¿Lo sabría él? Apenas paro por casa y no conozco al vecindario, lo
admito. Pero es más, ambos vivimos en los estudios abuhardillados de
la última planta de un edificio viejo. En realidad, es un único
piso, pero el usurero del propietario lo dividió en dos para sacarle
mayor rentabilidad. Y residimos hacinadas con nosotras mismas y
compartiendo gastos de suministros con el de al lado. Por tanto, está
solo. Es imposible meter a alguien más y no tener que salir una.
Ahora
sabía que le gustaba la música y tocaba el piano, porque algunas
madrugadas le escuchaba hacerlo muy bien. No me molestaba. ¿Dije ya
que siento debilidad por los artistas bohemios? Pues sí. Y mira tú
por dónde. Al final, lo era. O existía la posibilidad de que lo
fuera.
También
sabía, entonces, que se levantaba temprano, antes de que amaneciera,
porque la tubería hace un ruido espantoso cuando alguno de los dos
nos duchamos, como si alguien la estuviera golpeando con un martillo.
Es horrible.
Sabía
que tenía amigos, ¿una novia, quizás? Porque lo había escuchado
reír más de una vez y dudaba que lanzara esas carcajadas estando
solo. Busqué su nombre en el buzón, pero no se leía nada al estar
totalmente rayado.
Así
que continuamos con nuestras cenas de silencio y extraña complicidad. Hasta que una madrugada, dejo de escuchar el piano y suena mi timbre.
Din- don. Sé que es él antes de abrir la puerta. Obviamente. Así
que él sabía que yo era su vecina. ¿O hubiera llamado a la puerta
de al lado de todas formas?
Justo
esa noche habíamos cenado juntos. Desprendía melancolía a base de
suspiros y miradas esquivas. “Vecina, ¿quieres pasar a tomar
algo?” Está ebrio y tiene las mejillas húmedas todavía. Me gusta
el tono y el acento de su voz. Y también experimentó una cierta
ternura por ese pobre hombre, que parece no soportar ni el peso de su
cuerpo. No va disfrazado con su sombrero y las greñas le caen sobre
el rostro desfigurado. Supongo que antiguos fantasmas le han visitado
y le torturan sin tregua.
“No,
vecino. Son las tres de la mañana, estaba durmiendo y quiero seguir
haciéndolo”, le susurro. Él insiste y yo aprovecho para
preguntarle su nombre. “Diego”,
contesta. “Bonito nombre para un músico”, pienso. “Un placer,
Diego. Hasta mañana”.
No
es un loco ni siquiera un borracho, pero sufre y mi parte racional
siempre me ha protegido de meterme en los fregados ajenos. Cierro
la puerta, dispuesta a refugiarme bajo las sábanas, pero vuelve a
llamar. Din – don. “¿¡Qué pasa?!, pregunto. “Que tú no me
has dicho cómo te llamas”, “Anda, te sigo. Con la condición de que interpretes una de esas
melodías tristes que desvelan a cualquiera”, le digo señalando su
puerta. Aquella expresión sombría hace mella en mí y
comprendo que no me permitirá conciliar el sueño de nuevo.
El
hombre del sombrero. El hombre que cena conmigo todos los viernes,
sin excepción. El hombre que vive en un habitáculo semejante al
mío. Mi vecino. Diego. Por fin, voy a saciar mi curiosidad sobre quién es, de dónde viene y a dónde va. Hubiese
elegido otro momento menos espeso, pero no se puede tener todo en
esta vida.
Su
ático parece aún más pequeño que el mío, al ocupar el piano
parte del espacio. ¿Cómo lo habría subido? Desde luego, por la estrecha y empinada escalera, no. ¿Por la ventana? Tiene instrumentos de lo más variopintos colgando
de la pared como si fueran cuadros. Y también alguna que otra
pintura. Sobre el sofá-cama descansa un retrato a carboncillo. Mi
retrato. Así que eso hace mientras me examina en las cenas: quedarse
con mis rasgos. “¡Sabía que tenía un algo de pintor!” felicito
a mi intuición. Le da la vuelta y lo coloca sobre la diminuta
encimera que separa la cocina americana del resto. “No está
acabado”, se justifica con cierta timidez.
Me
invita a sentarme a su lado. Me cuenta su vida entera sin guardarse
nada, hasta esos detalles escabrosos que preferiría no saber. Ahí
va él, con todo el arsenal. Necesita vaciarse. Y hacerlo con una
desconocida, a veces, resulta más sencillo.
Toca
el piano para mí hasta que los fantasmas del pasado huyen y se queda dormido
sobre mi regazo al despuntar el alba. Le quito las botas y le acomodo
en el sofá.
“¿Puedo
escribir sobre ti?”, le había preguntado momentos antes. “Claro”,
“Mejor te lo preguntó mañana. Podrías arrepentirte”. “He
confiado en ti desde el principio. Así que no cambiaré de opinión”, había afirmado como si nos conociéramos desde siempre. ¿Y no era
eso lo que había sentido desde el minuto uno? ¿No era Diego ese
amigo invisible que todas tenemos en nuestra infancia y que
despedimos sin remilgos para poder crecer?
Su
vida era aventura y drama con elementos de comedia. Había mucha
bondad y muchos errores; mucho amor y mucho dolor; mucho miedo y mucho
valor. Como una epopeya moderna. Y más que resolver el enigma sobre la verdadera identidad de mi vecino, su historia revelaba un misterio aún más hondo. Me moría de ganas por adentrarme en
las profundidades de su alma, conocerle de verdad, como pocas veces
se conoce a alguien. Con sus luces y sus sombras.
Cierro
con cuidado la puerta de su casa y me siento frente al ordenador,
dispuesta a escribir lo que en lo secreto de aquella noche, me ha
susurrado aquel singular hombre que cena conmigo todos los viernes.
Sin excepción. Y que tras confesiones de madrugada, puedo llamar
amigo.
O
podría escribir lo que sucedió y sucedería después. Cómo y por
qué cenaba con una desconocida y en lo que derivó todo aquello.
Pero
esa, es otra historia.
"El amor es una cuestión de fe.
La fe es una cuestión de riesgo"
- En Barba Azul de Amélie Nothomb -
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