viernes, 19 de mayo de 2017

El plan de Anteros

«La vida es infinitamente más extraña que cualquier cosa que pueda inventar la mente humana. No nos atreveríamos a imaginar ciertas cosas que en realidad son de lo más corriente. Si pudiéramos salir volando por esa ventana, tomados de la mano, sobrevolar esta gran ciudad, levantar con cuidado los tejados y espiar todas las cosas raras que pasan, las extrañas coincidencias, las intrigas, los engaños, los prodigiosos encadenamientos de circunstancias que se extienden de generación en generación y acaban conduciendo a los resultados más extravagantes, nos parecería que las historias de ficción, con sus convencionalismos y sus conclusiones sabidas de antemano, son algo trasnochado e insípido».- Arthur Conan Doyle

A todos los sueños absurdos que invaden mis noches.

No era un día habitual en Hyde Park. Amaneció nublado, pero los rayos de sol lucharon con insistencia contra los nubarrones que tintaban el cielo de gris y por fin, el azul había invadido el territorio celeste. Por ese motivo, Teresa aprovechó para salir con las dos niñas que cuidaba. Era domingo y a las peques les encantaba caminar por los jardines y subirse en las barcas para navegar por el lago Serpentine. Ella también disfrutaba, aunque no podía evitar sentir cierta nostalgia por Madrid, su ciudad natal, y por el parque del Retiro.

Esa mañana, a mitad del paseo, Teresa había recibido un whatsapp inesperado. Ángel había recorrido los más de mil kilómetros que separaban Madrid de Londres para intentar arreglar lo suyo. “Lo nuestro" lo había llamado él, aunque ella tenía serias dudas sobre si seguían teniendo algo en común. 

Pero lo heroico del gesto de Ángel no era el viaje en sí, sino cómo lo había hecho: en coche. Y después de dos largos meses desde la ruptura. “¿No podía ser una persona normal y tomar un avión?”, pensó ella. Quizás deseaba sorprenderla así, pero consiguió el efecto contrario. ¿Qué pretendía demostrar? Aquello que tanto le había llamado la atención cuando lo conoció, ahora sólo la ponía de mal humor. Tal vez era porque, tras ese esfuerzo, era incapaz de decirle que no y mandarlo directamente a freír espárragos.

Quedaron esa misma tarde en Piccadilly Circus. Ella trabajaba en Manor House, podría coger la línea directa del metro y en veinte minutos llegaría sin problemas. No imaginaba que las cosas pudieran complicarse ni que el destino tuviera otros planes.

Él se encaminó hacia su cita con dos horas de antelación. No podía dormir y no aguantaba un minuto más de espera en aquel rancio cuarto del hostel, que no había tenido más remedio que compartir con desconocidos que le miraban raro. Las paredes pintadas de color remolacha más una única y diminuta ventana, que dificultaba la ventilación, le estaban causando claustrofobia. Hacía un siglo, ese edificio había sido una cárcel que había albergado a cientos de personas hacinadas, sin más vistas que el cielo oscuro y a menudo cargado de lluvia en la ciudad de Oliver Twist

Se había vestido con su camisa blanca favorita y la americana de las ocasiones especiales. Ante todo, no perder la clase ni la elegancia. Montó en su coche recién comprado y estuvo dando vueltas, estudiando donde podía aparcar para acercarse andando. Casi a la hora exacta en que Teresa comenzaba su tiempo libre, condujo hacia allí. Con un poco de suerte, podría recogerla, haciéndose el sorprendido por el encuentro. Atisbó una plaza de aparcamiento y se dirigió hacia ella. Sin embargo, no aparcó. 

- Hey, friend! Do you speak spanish, please? ¿Español? Necesito una manita… Help.– un hombre joven salió del vehículo estacionado justo detrás de la plaza libre. Tenía las mejillas y las manos sucias. Parecía que su coche le estaba dando problemas.

Ángel negó con la cabeza y continuó buscando sitio. No podía perder tiempo ayudando a ese pobre desesperado y tampoco le daba confianza abandonar su coche junto al de él. “No pierdas la paciencia, ya encontrarás un lugar mejor", se animó a sí mismo, mirando de reojo la hora que marcaba el reloj de su móvil.

Ella, por otra parte, había tenido una tarde de locura. Una de las niñas se había puesto enferma con vómitos y fiebre. Ni corta ni perezosa, cogió el coche de su patrón y la llevó a urgencias. Mientras le hacían pruebas a la menor y su hermana se dedicaba a patinarse por los pasillos, Teresa intentaba localizar a los padres. Acudieron al hospital cuando la situación se había calmado y la pequeña descansaba en una cama de una fría habitación, con paredes blancas y olor a desinfectante.

Salió más tarde de su hora y además tenía devolver el automóvil, porque los señores Shepard habían llegado en sus otros vehículos. Sin embargo, la suerte parecía sonreírle. Encontró un sitio amplio en Manor House, próximo a la estación de metro. “Cuándo regrese lo llevaré al garaje. No creo que a Mr. Shepard le importe por un rato", se autoconvenció con optimismo.

- Hey, friend! Do you speak spanish, please? - alguien interrumpió sus pensamientos. 
- ¡Sí!- contestó ella- ¿Qué sucede?

A pesar de que el muchacho tenía la cara negra por el aceite y la grasa, su expresión se iluminó.

- Eres la primera persona que se para. No me manejo con el inglés y estos británicos son tan estirados… Aunque hace un rato, incluso pasó un tipo con matrícula española y me quiso hacer creer que no me entendía ni papa.
- De todo tiene que haber- repuso ella.

La causa de que aquel turismo no quisiera arrancar no era tan grave. Se había quedado sin batería. No obstante, como ninguno de los dos sabía mucho- por no decir nada- de mecánica, les llevó más tiempo del que hubiera correspondido. “Si Ángel estuviera aquí, lo habría arreglado en un momento", comentó ella.

Jesús, que así se llamaba el muchacho, acababa de llegar a la ciudad para presentarse a unas audiciones y entrar como violonchelista en The Royal Philharmonic Orchestra. Si le admitían, se quedaría y si no volvería a Jaén, de donde era originario, para seguir intentando dedicarse a la música de otras maneras. Y tenía sus recursos. Había creado un grupo de artistas callejeros y se habían recorrido todas las capitales andaluzas durante varios veranos. Pero aquello no le daba de comer durante el año y su empleo formal como camarero en un hotel, no le apasionaba de la misma manera. Para sorpresa de nadie, también te digo.

- Me encantaría seguir charlando, pero llego tardísimo a una cita importante- anunció ella con tristeza, pues se sentía muy bien al lado de aquel desconocido- Cualquier cosa que necesites en Londres, tienes mi teléfono. Y suerte en las audiciones.- y echó a correr.
- ¡Espera! Te puedo llevar. ¿Sabes que puedo desplazarme gracias a ti, verdad?
Anteros, en Piccadilly

Teresa se subió en el coche de Jesús y cogió su móvil para escribirle a Ángel. “He estado a tope hasta ahora. Llego en diez minutos. ¿Dónde estás tú?” Pero él no contestó a ese mensaje ni a los cinco minutos ni en cinco años.

Ángel había estado dando vueltas durante la media hora que restaba para su cita en Piccadilly. Finalmente, había querido llamarla, pero ella tenía el teléfono apagado o fuera de cobertura y le habían enviado varios whatsapp, avisándole de que estaría esperándola en su coche nuevo a la hora y lugar establecidos y que no se retrasara porque ya sabía cómo era el tráfico en el centro de Londres.

Él había permanecido girando alrededor de la estatua del hermano de Eros, Anteros, el dios del amor correspondido, según la mitología griega. Paradojas de la vida y guiños de la diosa de la mala fortuna: Teresa no apareció, ni siquiera cuando detuvo el motor y la esperó con las luces de emergencia puestas, mientras autobuses gigantes de dos pisos daban bocinazos y conductores malhumorados gritaban, señalándole con gestos obscenos, hasta que un policía le multó por estar obstruyendo la vía pública. Otra bromita de Eros.

Al final, rabioso, herido en su orgullo, avergonzado y hecho un manojo de nervios, Ángel tomó el camino de regreso a su casa en Madrid. Y nunca jamás puso un pie en Londres de nuevo.

Después de diversos intentos fallidos por contactar con él. Teresa y Jesús decidieron ir a tomar unas cervezas a un bar por Trafalgar Square. No se lo querían admitir a sí mismas porque eran jóvenes razonables, pero se sentían extrañamente bien juntas, como si se hubieran conocido en mil vidas anteriores, porque las formas de hablar, de mirar y de moverse se les hacían tan familiares que era como estar con una amiga de la infancia. Y así era en cierta forma, aunque lo ignoraran por completo, porque no era la primera vez que coincidían. Había habido muchos otros momentos a lo largo de su corta experiencia vital.

Como cuando a los seis o siete años, Jesús se había caído al mar en un muelle de Málaga y todavía no sabía nadar. Sus primos, con los que pasaba las vacaciones, se quedaron paralizados y sólo una niña madrileña, un poco menor que ellos, que también veraneaba allá, en un alarde de coraje y sangre fría, se zambulló en el agua para rescatarle.

O, unos años más tarde, cuando estudiantes de todo el país, coincidieron en la capital para la entrega de unos premios de un concurso de narrativa que había convocado un periódico de categoría nacional. Teresa había sufrido un esguince y un muchacho aurgitano se ofreció a ayudarla para subir los escasos escalones que le separaban del gran salón de actos.

Volvieron a verse en una discoteca durante el primer año de carrera, bailaron toda la noche, pero estaban demasiado borrachas como para acordarse a la mañana siguiente del nombre y el rostro de la otra persona, aunque la sensación era la misma que la de ahora. A las pocas semanas, Jesús abandonó la universidad y no se encontraron hasta cuatro años después, cuando Teresa y sus amigas se fueron de mochileras por América Latina para celebrar que habían aprobado y eran graduadas. Jesús trabajaba como barman en Buenos Aires, en un pub de San Telmo, donde siempre sonaban tangos arrabaleros y donde les atendió con su sonrisa inapagable y un marcado acento andaluz mezclado con el típico voseo argentino.

Y ahora, tocaba Londres. Y por fin, los planes de Anteros salían bien. 

Dicen, que desde su atalaya, sigue observando los enredos que su gemelo provoca en el mundo, echando un cable en el instante oportuno y vengándose de causantes de tusas.

Con el transcurso de los años, Teresa y Jesús coincidieron con Ángel en un evento cultural. Por venganza del dios del amor o quizás por esos absurdos de la memoria, capaz de olvidar lo importante y recordar como un flash lo acontecido en segundos, Ángel reconoció al músico, al que sólo había visto de pasada una vez, y todas las piezas encajaron a la perfección en su cabeza.

"Cuantas veces en la vida me ha sorprendido como, entre las multitudes de personas que existen en el mundo, nos cruzamos con aquellas que de alguna manera, poseían las tablas de nuestro destino, como si hubiéramos pertenecido a los capítulos de un mismo libro." - Ernesto Sabato -

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