"Y la luz empezó a salir al encuentro de los buscadores de amaneceres"
- JM. R. Olaizola -
- JM. R. Olaizola -
La
encontré por casualidad, aunque no creo en el azar.
La
vi desde lejos. Como un viajero ve un oasis en mitad del desierto y
piensa que es un espejismo. Pero no, allí estaba. En medio de la
selva. Era una casita sencilla, construida de madera y el tejado de
palma. La rodeaba un paisaje de frondosa vegetación que parecía
devorarla y la hacía pasar desapercibida. No sabía si era del todo
sensato aproximarme, pero me moría de sed y no aguantaba más el
calor ni los mordiscos de los insectos, acribillándome brazos y
piernas. Estaba perdida y necesitaba ayuda. Era bastante evidente.
Conforme
me acercaba, vi la silueta de una persona cortando cañas de bambú
en la entrada. Se trataba de una mujer mayor. Lucía cabello plateado, recogido con un palo; tez morena y enormes ojos oscuros. Me sonrió
al verme llegar.
- Bienvenida
joven, ¿en qué le podemos ayudar?
Se
presentó por su nombre y me preguntó el mío. Le expliqué mi
situación y me ofreció entrar en su hogar mientras localizaban a
alguien que me pudiera llevar de vuelta a la ciudad, antes de que
anocheciera.
En
la cabaña, se encontraba su marido, un hombre alto, encorvado, cuyas
manos estaban deformadas por la enfermedad. Sonreía también, aún
más que su esposa, y cuando lo hacía su rostro se contraía en mil
pliegues que le conferían un aspecto risueño, de anciano bonachón.
Su mirada brillante, gris, invitaba a la confianza, a pesar de que no podía ver.
- Sus
ojos se cansaron de mirar- explicó la mujer, mientras me tendía
una botella de agua- Pero su corazón permanece alerta a las
novedades de cada día.
Aquel
entorno con sus dos viejitos tenía algo de poético, una belleza
peculiar, un pequeño y solitario paraíso camino a ninguna parte.
Sin embargo, había un elemento más, que rechinaba con el resto, que
no cuadraba. Otro hombre habitaba la vivienda. Un hombre
considerablemente más joven, que arrastraba una sombra de tristeza
como una pesada carga engrilletada a su vida. De mirada esquiva,
ojeras profundas y manos tatuadas. Me produjo un escalofrío
contemplar cómo el abuelo se acercaba a él y tras susurrarle algo
al oído, ambos salían fuera.
Quizás
por defecto profesional, empecé a hacer preguntas a la mujer acerca
de aquel individuo discordante, sobre quién era y si residía en su
casa por voluntad propia de la pareja. Entonces, mi
anfitriona se sentó en la mecedora, sacó su pipa de fumar y, con la
calma que precede a las grandes historias, comenzó a narrarme la
suya.
Décadas atrás, ambos ancianos se
conocieron en una villa dorada por el sol de la Toscana italiana. Él
llegó tras recibir una oferta de trabajo para ser profesor en la
pequeña escuelita. Sólo portaba consigo una maleta con un par de
mudas y su traje de los domingos, todo el conocimiento que había
podido acumular y una última esperanza desgastada que perdió en el trayecto.
Ella
fue la encargada de devolvérsela. La joven hija del panadero lo
deslumbró desde el primer día que cruzó el umbral del negocio
familiar. La muchacha le lanzó varios improperios por alguna razón
y él supo desde ese instante que se enamoraría de ella. Tras años
de galanteos y esfuerzos por conseguir unos ahorros, se casaron en
una pequeña ermita. La ceremonia fue sencilla, pero nadie ha sido
más feliz como lo fueron ellos en ese momento, mientras decían que
sí al sacerdote, que querían estar juntos toda la vida, hasta que
la muerte les separase por un instante de eternidad.
Con
el paso del tiempo, el maestro, como era conocido en el pueblo, se
había ganado una excelente reputación. Sin embargo, no era querido
por todos. La envidia crecía entre aquellos que ambicionaban lo que
el maestro tenía y ellos nunca podrían comprar por muy grandes que
fuesen sus fortunas: elegancia y esa paz alegre de quien actúa según
los dictados de la recta conciencia.
Fue fácil engatusar a la gente del pueblo para que acusaran al abuelo de delitos que nunca cometió. A pesar de que él quería hacer frente a las calumnias, su esposa, intuyendo lo peor, lo disuadió para que se fuesen de allí, con la excusa de buscar una vida más tranquila, donde poder disfrutar de la hija que esperaban. Se asentaron en una villa costera donde nacieron y crecieron sus dos niñas. Volvieron a empezar y fueron felices.
Fue fácil engatusar a la gente del pueblo para que acusaran al abuelo de delitos que nunca cometió. A pesar de que él quería hacer frente a las calumnias, su esposa, intuyendo lo peor, lo disuadió para que se fuesen de allí, con la excusa de buscar una vida más tranquila, donde poder disfrutar de la hija que esperaban. Se asentaron en una villa costera donde nacieron y crecieron sus dos niñas. Volvieron a empezar y fueron felices.
Sin
embargo, unos años más tarde, la desgracia no tardó en presentarse de
la mano de la violencia. Una violencia devastadora que se llevó
consigo lo que más amaban. Como un fogonazo de luz que ciega al
acuchillar la oscuridad de golpe; como un puñetazo imprevisible en
la boca del estómago. Así irrumpió el horror, el terror en
aquella casa.
Cuando
la policía llamó a su puerta y sus pequeñas no habían vuelto tras
marcharse con sus amigas a las fiestas de un pueblo próximo, se
temieron lo peor. La falta de oxígeno, la pérdida de un motivo para
vivir, las noches sin dormir... Exactamente, cincuenta y tres con sus
respectivos amaneceres nublados. Hasta que las encontraron. No llegaron a cumplir quince años.
La anciana hizo una pausa para dar una calada a la pipa. Se mantenía
increíblemente serena.
Cuando
la desesperación estaba logrando asfixiarles y el dolor traspasaba
todo su ser, se miraron y descubrieron que todavía se tenían el uno
al otro. Sacaron fuerzas de Dios sabe donde para continuar y no
detenerse. El tiempo no alivió el dolor, ni la justicia cerró la
herida. Esa herida nunca dejaría de sangrar. Pero había algo más: el
perdón.
Cuando
las circunstancias se lo permitieron, aquellos padres a los que
habían robado el derecho a la paternidad, se exiliaron a una humilde
casita abandonada entre la espesura de la selva en el continente
americano. Lejos de todo y de todos. No obstante, el destino o quien
maneja sus hilos, tenía preparados otros planes para ellos.