lunes, 10 de agosto de 2020

Panpachay

"Y la luz empezó a salir al encuentro de los buscadores de amaneceres"
- JM. R. Olaizola - 


La encontré por casualidad, aunque no creo en el azar.

La vi desde lejos. Como un viajero ve un oasis en mitad del desierto y piensa que es un espejismo. Pero no, allí estaba. En medio de la selva. Era una casita sencilla, construida de madera y el tejado de palma. La rodeaba un paisaje de frondosa vegetación que parecía devorarla y la hacía pasar desapercibida. No sabía si era del todo sensato aproximarme, pero me moría de sed y no aguantaba más el calor ni los mordiscos de los insectos, acribillándome brazos y piernas. Estaba perdida y necesitaba ayuda. Era bastante evidente.

Conforme me acercaba, vi la silueta de una persona cortando cañas de bambú en la entrada. Se trataba de una mujer mayor. Lucía cabello plateado, recogido con un palo; tez morena y enormes ojos oscuros. Me sonrió al verme llegar.

- Bienvenida joven, ¿en qué le podemos ayudar?

Se presentó por su nombre y me preguntó el mío. Le expliqué mi situación y me ofreció entrar en su hogar mientras localizaban a alguien que me pudiera llevar de vuelta a la ciudad, antes de que anocheciera.

En la cabaña, se encontraba su marido, un hombre alto, encorvado, cuyas manos estaban deformadas por la enfermedad. Sonreía también, aún más que su esposa, y cuando lo hacía su rostro se contraía en mil pliegues que le conferían un aspecto risueño, de anciano bonachón. Su mirada brillante, gris, invitaba a la confianza, a pesar de que no podía ver.

- Sus ojos se cansaron de mirar- explicó la mujer, mientras me tendía una botella de agua- Pero su corazón permanece alerta a las novedades de cada día.

Aquel entorno con sus dos viejitos tenía algo de poético, una belleza peculiar, un pequeño y solitario paraíso camino a ninguna parte. Sin embargo, había un elemento más, que rechinaba con el resto, que no cuadraba. Otro hombre habitaba la vivienda. Un hombre considerablemente más joven, que arrastraba una sombra de tristeza como una pesada carga engrilletada a su vida. De mirada esquiva, ojeras profundas y manos tatuadas. Me produjo un escalofrío contemplar cómo el abuelo se acercaba a él y tras susurrarle algo al oído, ambos salían fuera.

Quizás por defecto profesional, empecé a hacer preguntas a la mujer acerca de aquel individuo discordante, sobre quién era y si residía en su casa por voluntad propia de la pareja. Entonces, mi anfitriona se sentó en la mecedora, sacó su pipa de fumar y, con la calma que precede a las grandes historias, comenzó a narrarme la suya.

Décadas atrás, ambos ancianos se conocieron en una villa dorada por el sol de la Toscana italiana. Él llegó tras recibir una oferta de trabajo para ser profesor en la pequeña escuelita. Sólo portaba consigo una maleta con un par de mudas y su traje de los domingos, todo el conocimiento que había podido acumular y una última esperanza desgastada que perdió en el trayecto. Ella fue la encargada de devolvérsela. La joven hija del panadero lo deslumbró desde el primer día que cruzó el umbral del negocio familiar. La muchacha le lanzó varios improperios por alguna razón y él supo desde ese instante que se enamoraría de ella. Tras años de galanteos y esfuerzos por conseguir unos ahorros, se casaron en una pequeña ermita. La ceremonia fue sencilla, pero nadie ha sido más feliz como lo fueron ellos en ese momento, mientras decían que sí al sacerdote, que querían estar juntos toda la vida, hasta que la muerte les separase por un instante de eternidad.

Con el paso del tiempo, el maestro, como era conocido en el pueblo, se había ganado una excelente reputación. Sin embargo, no era querido por todos. La envidia crecía entre aquellos que ambicionaban lo que el maestro tenía y ellos nunca podrían comprar por muy grandes que fuesen sus fortunas: elegancia y esa paz alegre de quien actúa según los dictados de la recta conciencia.

Fue fácil engatusar a la gente del pueblo para que acusaran al abuelo de delitos que nunca cometió. A pesar de que él quería hacer frente a las calumnias, su esposa, intuyendo lo peor, lo disuadió para que se fuesen de allí, con la excusa de buscar una vida más tranquila, donde poder disfrutar de la hija que esperaban. Se asentaron en una villa costera donde nacieron y crecieron sus dos niñas. Volvieron a empezar y fueron felices.

Sin embargo, unos años más tarde, la desgracia no tardó en presentarse de la mano de la violencia. Una violencia devastadora que se llevó consigo lo que más amaban. Como un fogonazo de luz que ciega al acuchillar la oscuridad de golpe; como un puñetazo imprevisible en la boca del estómago. Así irrumpió el horror, el terror en aquella casa.

Cuando la policía llamó a su puerta y sus pequeñas no habían vuelto tras marcharse con sus amigas a las fiestas de un pueblo próximo, se temieron lo peor. La falta de oxígeno, la pérdida de un motivo para vivir, las noches sin dormir... Exactamente, cincuenta y tres con sus respectivos amaneceres nublados. Hasta que las encontraron. No llegaron a cumplir quince años.

La anciana hizo una pausa para dar una calada a la pipa. Se mantenía increíblemente serena.

Cuando la desesperación estaba logrando asfixiarles y el dolor traspasaba todo su ser, se miraron y descubrieron que todavía se tenían el uno al otro. Sacaron fuerzas de Dios sabe donde para continuar y no detenerse. El tiempo no alivió el dolor, ni la justicia cerró la herida. Esa herida nunca dejaría de sangrar. Pero había algo más: el perdón.

Cuando las circunstancias se lo permitieron, aquellos padres a los que habían robado el derecho a la paternidad, se exiliaron a una humilde casita abandonada entre la espesura de la selva en el continente americano. Lejos de todo y de todos. No obstante, el destino o quien maneja sus hilos, tenía preparados otros planes para ellos.

Una noche de tempestuosa tormenta, un hombre llamó a su puerta. Estaba empapado y tiritaba. Llevaba semanas vagabundeando sin rumbo. Acababa de salir de prisión, a la que había sido condenado por asesinato. La culpa le corroía las entrañas, impidiéndole seguir viviendo y sin embargo, carecía de valor para quitarse la vida.

- Ese hombre encarnaba al asesino de nuestras hijas. En ese momento, se nos planteó un dilema: abandonarlo o incluso algo peor como venganza, o acogerlo como si fuera una de esas hijas que nos habían arrebatado. Nadie nos hubiera juzgado por elegir la primera opción, pero ¿sabes? devolver mal por mal es fácil. Y nosotros decidimos no rendirnos ante la maldad del mundo. Creemos que todos tenemos derecho a una nueva oportunidad y que detrás de la crueldad hay mucho sufrimiento, ausencia total de amor. Pensamos que, tal vez, si alguien hubiera tratado con ternura al asesino de nuestras niñas, ellas seguirían vivas. Sabemos que no todo obedece a esta lógica, que hay otros factores y que la depravación humana es incontrolable. Pero este es el camino que hemos determinado tomar, nuestro granito de arena, lo que depende de nosotros. Y esta es la senda que nos salva cada día.- concluyó la mujer.

Desde ese primer hombre desahuciado, otros habían llegado a la cabaña en busca de alojamiento y cobertura de sus necesidades materiales. Pero todos ellos se iban con algo más. Aunque de primeras no lo pareciera, aunque nunca se llegase a conocer si había un cambio en su vida o no... O si lo habrá.

Nosotros decidimos no rendirnos ante la maldad del mundo. Este es el camino que hemos determinado tomar, nuestro granito de arena, lo que depende de nosotros.”

Esas palabras quedaron resonando en mí aquella tarde, cuando regresaba en un Jeep a la ciudad, mientras aquella pareja de héroes me despedía con la mano. Contemplé la pequeña cruz que aquel hombre ciego y enfermo me había colgado del cuello. La había tallado él mismo. Vi que tenía una inscripción en la parte de atrás: Lc. 17, 10.

Al llegar al diminuto hostal donde me hospedaba, busqué en mi móvil el verso bíblico. Y sin remedio, recordando el relato que aquella anciana me había contado en la intimidad de su cocina, los ojos se me llenaron de lágrimas.

Es posible. Todo es posible.

"Somos simples servidores, 
no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber". 
- Lc 17, 10 -
"El regreso del hijo pródigo" de Rembrandt 

"La mayoría de la gente no puede dar ni recibir amor porque es cobarde y orgullosa. Tiene miedo al fracaso, teme que se descubra su secreto: que necesita mucha ternura, que no puede vivir sin amor". La mujer justa, de Sandor Marai.-

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