jueves, 31 de octubre de 2019

El señor de las noches

"Henos aquí. Igual que en las grandes historias Sr. Frodo, las que realmente importan,
llenas de oscuridad y de constantes peligros, esas de las que no quieres saber el final, porque ¿cómo van a acabar bien? ¿Cómo volverá el mundo a ser lo que era después de tanta maldad como ha sufrido?
Pero al final, todo es pasajero. Como esta sombra. Incluso la oscuridad se acaba para dar el paso a un nuevo día, y cuando el sol brilla, brilla más radiante aún. Esas son las historias que llenan el corazón, porque tienen mucho sentido, AUN CUANDO ERES DEMASIADO PEQUEÑO PARA ENTENDERLAS"
- Sam en 'Las Dos Torres' -


Era noche cerrada y una densa niebla desdibujaba los contornos. Había llovido y hacía frío. Mi aliento dejaba estelas de vapor en la bruma. La calle se hallaba desierta y el silbido del viento acompañado por el parpadeo constante de las farolas había sembrado en mí una inquietud. Respiraba con dificultad. La ansiedad me oprimía el pecho. En medio de aquel silencio aterrador, envenenado de una soledad marchita, se oía el eco de mis pasos inciertos, apresurados, y el crujir de la hojarasca bajo mis pies. La puerta del templo se encontraba sellada, velando el descanso de los clérigos y un viejo postigo golpeaba el cristal de una de las ventanas con vehemencia.

Sabía que no estaba sola. Era la hora de los fantasmas. Esos que te observan desde la oscuridad para asaltarte, devorarte y recordarte lo vulnerable que eres.

Entonces, la vi. Al principio, una llamita tenue que se hacía más vigorosa conforme me aproximaba. Debía ser la única hoguera encendida en toda la ciudad. De hecho, ni siquiera estaba segura de que estuviera permitido encender una fogata en plena acera, aunque estuviera en la periferia.

Él estaba junto al fuego. Cuidaba de que no se apagase, echando más ramas secas de vez en cuando. No me asustó su tosca presencia, porque todo en él transpiraba bondad. Sonreía como un niño que todavía no ha recibido una herida y, sin embargo, todo en aquel hombre parecía herido.

Vestía de sayal y se protegía de la humedad con una capa de lana de cordero. Pies descalzos y manos encalladas. El rostro era moreno, rugoso, marcado, como el de alguien que se ha expuesto al sol por demasiado tiempo. Me miraba. Y en su mirada, me encontraba inocente de nuevo. Con un gesto, me invitó a sentarme a su lado. No sé por qué intuía que él deseaba que yo estuviera allí, cerquita suya, como la niña de sus ojos. Y era imposible tenerlo tan próximo y resistir el impulso de abrazarle. Olía a incienso y mirra. Su abrazo era hogar y refugio seguro.

El semblante del hombre irradiaba una ternura infinita, una pureza eterna. Acarició mi mejilla con su tacto áspero, pero yo la acogí como la caricia más suave, cálida y sincera. Y su alegría serena era contagiosa. Por eso era tan bello. No podía dejar de contemplarle.

Hablaba con paz, narraba historias y contaba chistes como nadie. Su risa era la carcajada clara y espontánea de quien tiene un corazón simple. No había engaño en su boca. Quizás por eso, después de un rato, el temor se había esfumado. Podía confiar.