jueves, 24 de diciembre de 2020

Navidad en Greccio

"Ved, hermanos, la humildad de Dios y derramad ante Él vuestros corazones" 
(CtaO 27-28)

Hace unas horas que ha amanecido y el sol se eleva brillante sobre el Valle de Rieti, difundiendo sus rayos cálidos por los campos y cumbres escarpadas, donde el aliento frío del invierno ha convertido el rocío de la mañana en un manto plateado de escarcha.

Francisco arrastra hacia la luz uno de los tiestos de flores que plantó meses atrás y que ahora muestran sus mejores galas de colores, esparciendo su aroma por la estancia. Se maravilla de ver cómo han crecido con un poco de tiempo y cuidado. “Así somos también nosotros”, se dice y piensa en la celebración de la noche y en las circunstancias en las que una pareja joven se encontró hace poco más de mil doscientos años. Qué menos que prepararse para darles acogida en esa Nochebuena.

Escucha cantar al hermano León. Está afuera, trabajando con el mimbre. Francisco sonríe. Es afortunado por contar con el hermano León, el más simple de sus hermanos. Le quiere y le agrada su compañía. Admira su actitud prudente y su alegría serena. Después de vivir tantas situaciones juntos, tiene toda su confianza y da gracias por poder hablar con él cuando algo le preocupa, o sencillamente para expresar una idea o una moción del Espíritu. León no es sólo un compañero de viaje, un hermano de comunidad, su confesor, secretario y enfermero, sino que sobre todo es un verdadero amigo. 

Francisco se asoma a la salida de la gruta e inmediatamente León calla. 

- Si te molesto, padre, puedo continuar en silencio- le ofrece. 

- Al contrario. Disfruto de escucharte. Pero ahora, hermanito, ayúdame a llevar estas flores hasta el pesebre donde esta noche nacerá el Niño Jesús. 

Y marchan, cantando, por el paisaje rocoso hasta su portal de Belén. 

Francisco sabe que ésa es la noche más bella del año y está contento de celebrarla con algunos hermanos y los habitantes de Greccio. Su vida no sería la misma si ese Niño no hubiera nacido y, al pensarlo, siente que el corazón se le expande en el pecho, embriagado de gratitud y esperanza. 

Aún recuerda la primera vez que se encontró con Él, cara a cara. Antes había tenido otras llamadas, pequeños toques de atención que Francisco se empeñaba en ignorar u olvidar con el paso del tiempo, imprimiendo en su interior una herida de pérdida y vacío que era imposible sanar con su rutina de excesos. Hasta esa noche de camino a Espoleto. Su intención era llegar a la Apulia para armarse caballero, pero Alguien cambió el rumbo de su destino. No fueron las palabras que le dirigió aquel hombre moreno de semblante tranquilo, que vio en sueños. Fue sobre todo su mirada. Una mirada que le atravesó, derribando cada una de sus viejas murallas, haciéndole sentir vulnerable y plenamente libre. Francisco, por naturaleza creativo, jamás podría haber imaginado una sensación tan intensa, ni un amor tan grande y profundo como nunca antes había experimentado. Por eso, cuando despertó, lo hizo con la certeza férrea de que sería caballero, sí, pero de otro señor. 

Desde entonces, había comenzado a frecuentar a los leprosos y a disfrutar de la compañía de los más desheredados. Hasta que lo halló de nuevo. Abandonado, sucio, casi ni se le distinguía el rostro cubierto de mugre sobre el madero, como un mendigo más, en la capillita derruida de San Damián. “Francisco, ve, repara mi casa...” 

miércoles, 25 de noviembre de 2020

La abuela

"Si estás aquí es porque necesito conocerte
Y así las hijas de mis hijas
Sabrán que hubo una abuela
Que se acercó a mito"
- Rozalén -

"Vida, trabajo y humor..."

La niña siempre imaginaba a la abuela en blanco y negro, como en las fotografías de los viejos álbumes que había en casa. La abuela era una mujer corpulenta y cuando subía a su nieta sobre sus rodillas, ésta se sentía en el lugar más seguro del mundo, abrazada por esos enormes brazos y recostada sobre su pecho cálido. La abuela se dedicó a lavar y lavar, tal vez por esa razón se recogía el lacio cabello azabache en un moño que sostenía con una peineta de hueso y vestía con batas oscuras hechas a medida, con topos o flores blancas. A la abuela le gustaba la colonia y salir a la calle arreglada, aunque jamás se pintó, ni falta que le hizo.

Se casó con un mozo del mismo pueblo, labrador, al que conocía de toda la vida. Tuvieron once hijas, pero la abuela fue ama de leche de otras tantas criaturas. Era una mujer de carácter fuerte frente a un marido de talante tranquilo y amable, quien lloraba a moco tendido con las novelas del oeste y que, de vez en cuando, empinaba el codo y regresaba al hogar más cariñoso y alegre de lo habitual.

En las noches de verano, salían a departir con las vecinas y la abuela mandaba a sus niet@s a por agua a la fuente para refrescarse. Le gustaba jugar a las cartas y charlar. Se interesaba por la gente, pero no por malicioso cotilleo, sino porque realmente se preocupaba por unas y por otros. 

Las mañanas de sábado, la nieta se despertaba con el rico aroma a café recién hecho. Sus padres habían marchado a trabajar y en la cocina estaba la abuela. Al carecer de cafetera, hervía el café en puchero, al que añadía una buena dosis de azúcar y pedazos de pan seco. Las semillas molidas se filtraban a través de una manga y tintaban el agua mezclándose con el resto de ingredientes. Eran los desayunos secretos entre abuela y nieta. Quizás por eso, por el cóctel de confidencia, glucosa y afecto, se convertía en el mejor momento del día para ambas. Otros, eran las meriendas bañadas en chocolate, procedente de la tendera de la esquina, a la que la abuela mandaba a su nieta con una mirada pícara y un susurro cómplice.

La abuela tuvo una hija muy especial. Una hija que la cuidó en la vejez y con la que convivió gran parte de su vida. Esta hija contenía en la mirada la bondad del mundo y aunque a muy temprana edad tuvo que abandonar el hogar para trabajar en otras casas y servir a otros señores, la relación nunca se enfrió. Esta hija de ojos color mar también se casó con un hombre bueno y tuvo una hija y dos hijos. Más tarde, llegaron l@s niet@s. Y nunca nadie ha querido tanto a un@s niet@s como ella. Siempre ha estado ahí para ell@s, con esa sonrisa espontánea que se le salía al verles y que le hacía chispear los ojillos; para recibirles con un beso, una caricia o una de esas comidas que sólo las abuelas saben preparar. Ni una mala palabra salió de sus labios y si alguien la trató mal, ella se comportó con dócil magnanimidad, como la reina y señora que es.

sábado, 31 de octubre de 2020

Otra franciscana seglar en el mundo

"Nadie fue ayer,
ni va hoy,
ni irá mañana
hacia Dios
por este mismo camino
que yo voy.
Para cada persona guarda
un rayo nuevo de luz el sol...
y un camino virgen
Dios."
- León Felipe -
Francisco de Asís es el “hombre del abrazo”: abrazó a Cristo, abrazó al leproso, abrazó al lobo, abrazó al sultán, abrazó a toda la creación, abrazó a sus hermanos/as y a sí mismo.
¿Cuál es el mejor carisma? Y ¿por qué el franciscano? 😜😌

El pasado 22 de octubre profesé en la Orden Franciscana Seglar (OFS) (junto a mi compi😍). Esto significa que me comprometí a vivir el Evangelio al estilo de Francisco de Asís, en fraternidad y como laica. Hacía tiempo que quería compartir esto por escrito, pero las palabras siempre se me quedan cortas y no trasmiten lo que me gustaría. Aún así, lo voy a intentar, sabiendo que hay ciertas cosas que no se pueden explicar y deben quedarse para la intimidad personal. 

Me llena de ternura saber que Francisco tomó mi mano hace tiempo y que ni siquiera lo había notado. Es increíble sentir su presencia sencilla -¡tan como él!- a lo largo de mi historia, entre renglones torcidos y callejones sin salida, que me obligaron a retroceder hasta descubrir de nuevo las pistas que me guiaban por la ruta acertada. Es bonito escuchar ese clic interior, cuando esa pieza de formas y dimensiones concretas, encaja perfectamente en el espacio vacío que se oxidaba dentro de mí. Y tiene sentido por qué tantas veces, otras voces no me terminaban de convencer, aunque las admirase. 

Ahora soy consciente de la exigencia que implica ser buscadora, la libertad de no perder esa actitud curiosa y rebelde, que no se deja llevar por los consejos y opiniones de quienes creen estar llenos de certezas sobre una misma. Llegas a pensar que quizás eres demasiado rara, que esa sed de algo más es sólo insatisfacción y no hay un hueco para ti. Pero sí, siempre lo hay, a pesar de las dudas y el temor a equivocarse. El proceso es necesario ¡y también se celebra! ¡También es un regalo! Además, con este paso no termina la búsqueda, al contrario, comienza la aventura. La aventura de imitar a Francisco en su seguimiento de Jesús, un Dios mendigo. ¿Hay camino más utópico y apasionante? ¿No es cierto que lo que merece ilusión y ganas tiene su dosis de idealismo?

"Todo es don". Durante este mes, se me repetía constantemente esta letanía. Y lo experimento realmente, con la seguridad de haber sido escogida por lo que soy. No importa con quién esté o qué haya que hacer. El flechazo va al centro de quién soy. Por eso, la alegría es tan expansiva y nace de lo más profundo, de ese cuarto oscuro interno al que no se suele acudir, pero donde se guarda lo más valioso. Aunque con el transcurso de los días, entiendo que toca descender de la montaña de la felicidad para palpar tierra firme, a pesar de que el cielo parezca más lejano. 

Sin embargo, la experiencia se me ha quedado grabada a fuego en la memoria. Y permanece un eco que me enseña a disfrutar de los milagros cotidianos: de los amaneceres tardíos, de la lluvia fina que me empapa cuando regreso del trabajo sin paraguas; de cuidar personas cuyas heridas no me resultan ajenas y de luchar por las causas justas sin perder la paz ni la identidad; de las conversaciones sin trascendencia y de la risa contagiosa de los niños; de las tareas domésticas con música a todo volumen o del relajante tiempo de lectura; del arrullo del río, de los patitos en procesión por la orilla o del recital de poesía que nos brinda este otoño de fantasía. Es imposible no vivir desde esta serena alegría mientras se conserve la mirada agradecida. Esperanza y gratitud son las dos caras de una misma moneda. 

Por último, no se explica este sentimiento de pertenencia, sin Francisco y sin el ensanchamiento de corazón que me provoca desde los inicios oír hablar de él, leer sus escritos o la Regla. Por no mencionar el testimonio de muchos frailes, que hicieron crecer esta semillita franciscana. 

Francisco me ha enamorado, sin ser yo una estudiosa de su figura o su espiritualidad (¡qué más quisiera). No deja de sorprenderme cómo un hombre de la Edad Media tiene tanto que decirme hoy. 

Pero si tuviera que resaltar un aspecto que me encantaría lograr imitar sería el espíritu de infancia, ese ser pobre de espíritu, esa simplicidad. Francisco era un hombre simple, un hermano menor en permanente proceso de kénosis (abajamiento, vaciamiento, donación). Él se hace pequeñito, evoca la mansedumbre del Cordero, y desde esa posición puede acercarse a todas las personas (fraternidad), de manera preferente a las más vulnerables, de igual a igual. Y esa minoridad, también le da una gran libertad interior, le permite ser auténtico, con sus debilidades y talentos... Elemento clave para vivir la pobreza y la verdadera alegría. 

Es un desafío estupendo... Habrá caídas, habrá errores, incluso obstáculos que nunca pueda superar. ¿A quién le importa? Es posible ir por la vida siendo frágil. Es posible vivir en armonía. ¡Vamos, que se puede!!

miércoles, 30 de septiembre de 2020

Boceto de un autorretrato

Soy lluvia mansa,

huracán,

noche clara,

estrella fugaz.


Ilusa por naturaleza,

ignorante de vocación,

cierta tendencia a la tristeza

y la cólera facciosa en perpetua contención.


No me asusta el fracaso

ni me da miedo querer,

no le temo al ocaso

ni a un nuevo amanecer.


He aprendido a cantar

en las horas más sombrías.

Muchas cosas por cambiar,

de todo hacer poesía.


Soy amoroso desastre,

diaria contradicción,

admiradora del arte,

talento en evolución.


Estas son las pinceladas

de mi primer autorretrato.

Siempre gano mis batallas:

cuando no muerdo, araño.


Soy misterioso universo;

discurso ahogado en orujo,

imperfecto verso incierto

de un vagabundo mudo.


Mi niña eterna disfruta

de cuanto existe alrededor.

Y a veces, me siento una intrusa

en mi propio interior.

lunes, 10 de agosto de 2020

Panpachay

"Y la luz empezó a salir al encuentro de los buscadores de amaneceres"
- JM. R. Olaizola - 


La encontré por casualidad, aunque no creo en el azar.

La vi desde lejos. Como un viajero ve un oasis en mitad del desierto y piensa que es un espejismo. Pero no, allí estaba. En medio de la selva. Era una casita sencilla, construida de madera y el tejado de palma. La rodeaba un paisaje de frondosa vegetación que parecía devorarla y la hacía pasar desapercibida. No sabía si era del todo sensato aproximarme, pero me moría de sed y no aguantaba más el calor ni los mordiscos de los insectos, acribillándome brazos y piernas. Estaba perdida y necesitaba ayuda. Era bastante evidente.

Conforme me acercaba, vi la silueta de una persona cortando cañas de bambú en la entrada. Se trataba de una mujer mayor. Lucía cabello plateado, recogido con un palo; tez morena y enormes ojos oscuros. Me sonrió al verme llegar.

- Bienvenida joven, ¿en qué le podemos ayudar?

Se presentó por su nombre y me preguntó el mío. Le expliqué mi situación y me ofreció entrar en su hogar mientras localizaban a alguien que me pudiera llevar de vuelta a la ciudad, antes de que anocheciera.

En la cabaña, se encontraba su marido, un hombre alto, encorvado, cuyas manos estaban deformadas por la enfermedad. Sonreía también, aún más que su esposa, y cuando lo hacía su rostro se contraía en mil pliegues que le conferían un aspecto risueño, de anciano bonachón. Su mirada brillante, gris, invitaba a la confianza, a pesar de que no podía ver.

- Sus ojos se cansaron de mirar- explicó la mujer, mientras me tendía una botella de agua- Pero su corazón permanece alerta a las novedades de cada día.

Aquel entorno con sus dos viejitos tenía algo de poético, una belleza peculiar, un pequeño y solitario paraíso camino a ninguna parte. Sin embargo, había un elemento más, que rechinaba con el resto, que no cuadraba. Otro hombre habitaba la vivienda. Un hombre considerablemente más joven, que arrastraba una sombra de tristeza como una pesada carga engrilletada a su vida. De mirada esquiva, ojeras profundas y manos tatuadas. Me produjo un escalofrío contemplar cómo el abuelo se acercaba a él y tras susurrarle algo al oído, ambos salían fuera.

Quizás por defecto profesional, empecé a hacer preguntas a la mujer acerca de aquel individuo discordante, sobre quién era y si residía en su casa por voluntad propia de la pareja. Entonces, mi anfitriona se sentó en la mecedora, sacó su pipa de fumar y, con la calma que precede a las grandes historias, comenzó a narrarme la suya.

Décadas atrás, ambos ancianos se conocieron en una villa dorada por el sol de la Toscana italiana. Él llegó tras recibir una oferta de trabajo para ser profesor en la pequeña escuelita. Sólo portaba consigo una maleta con un par de mudas y su traje de los domingos, todo el conocimiento que había podido acumular y una última esperanza desgastada que perdió en el trayecto. Ella fue la encargada de devolvérsela. La joven hija del panadero lo deslumbró desde el primer día que cruzó el umbral del negocio familiar. La muchacha le lanzó varios improperios por alguna razón y él supo desde ese instante que se enamoraría de ella. Tras años de galanteos y esfuerzos por conseguir unos ahorros, se casaron en una pequeña ermita. La ceremonia fue sencilla, pero nadie ha sido más feliz como lo fueron ellos en ese momento, mientras decían que sí al sacerdote, que querían estar juntos toda la vida, hasta que la muerte les separase por un instante de eternidad.

Con el paso del tiempo, el maestro, como era conocido en el pueblo, se había ganado una excelente reputación. Sin embargo, no era querido por todos. La envidia crecía entre aquellos que ambicionaban lo que el maestro tenía y ellos nunca podrían comprar por muy grandes que fuesen sus fortunas: elegancia y esa paz alegre de quien actúa según los dictados de la recta conciencia.

Fue fácil engatusar a la gente del pueblo para que acusaran al abuelo de delitos que nunca cometió. A pesar de que él quería hacer frente a las calumnias, su esposa, intuyendo lo peor, lo disuadió para que se fuesen de allí, con la excusa de buscar una vida más tranquila, donde poder disfrutar de la hija que esperaban. Se asentaron en una villa costera donde nacieron y crecieron sus dos niñas. Volvieron a empezar y fueron felices.

Sin embargo, unos años más tarde, la desgracia no tardó en presentarse de la mano de la violencia. Una violencia devastadora que se llevó consigo lo que más amaban. Como un fogonazo de luz que ciega al acuchillar la oscuridad de golpe; como un puñetazo imprevisible en la boca del estómago. Así irrumpió el horror, el terror en aquella casa.

Cuando la policía llamó a su puerta y sus pequeñas no habían vuelto tras marcharse con sus amigas a las fiestas de un pueblo próximo, se temieron lo peor. La falta de oxígeno, la pérdida de un motivo para vivir, las noches sin dormir... Exactamente, cincuenta y tres con sus respectivos amaneceres nublados. Hasta que las encontraron. No llegaron a cumplir quince años.

La anciana hizo una pausa para dar una calada a la pipa. Se mantenía increíblemente serena.

Cuando la desesperación estaba logrando asfixiarles y el dolor traspasaba todo su ser, se miraron y descubrieron que todavía se tenían el uno al otro. Sacaron fuerzas de Dios sabe donde para continuar y no detenerse. El tiempo no alivió el dolor, ni la justicia cerró la herida. Esa herida nunca dejaría de sangrar. Pero había algo más: el perdón.

Cuando las circunstancias se lo permitieron, aquellos padres a los que habían robado el derecho a la paternidad, se exiliaron a una humilde casita abandonada entre la espesura de la selva en el continente americano. Lejos de todo y de todos. No obstante, el destino o quien maneja sus hilos, tenía preparados otros planes para ellos.

martes, 28 de julio de 2020

Vera no trabaja frente a mi ventana

“El feminismo es la idea radical que sostiene que las mujeres somos personas"
- de Cheris Kramarae/ Angela Davis
 
El día que la conocí llovía a mares. La tormenta había comenzado sin avisar y a mucha gente nos sorprendió en mangas de camisa. La ciudad se volvía más caótica, si eso era posible, en los días de lluvia. Una cortina de agua descendía hacia la tierra y al rumor de las gotas chocando contra el suelo se unían los truenos y el ruido del tráfico. Ríos de agua anegaban las aceras y formaban charcos en el asfalto. Sin embargo, ni un cielo de plomo ensombrecía esa luz especial que caracteriza a la capital italiana ni eliminaba un ápice de su belleza natural.

El diluvio me pilló en mi plaza favorita. Algunas tardes, si me daba tiempo tras salir de la facultad, paseaba hasta el centro y comía en la cantina que regentaba un indio de sonrisa fácil, donde cocinaban la mejor pasta del mundo. Después, recorría los callejones inundados de turistas y me maravillaba ante el arte de los edificios y esculturas, para terminar deleitándome con un helado o un capuccino en Piazza Navona. Llevaba un par de meses allí y ese ambiente me seguía fascinando. Era como sentir mil mariposas en el estómago.

Aquel día, por uno de esos milagros que sólo pueden asombrar en Roma, alcancé mi autobús a tiempo en Via del Corso -hecho inaudito- y, salvo los bajos de mis pantalones, no me empapé demasiado.

Ella estaba donde siempre, recogiendo sus pertenencias bajo el pequeño toldo de un pub. A decir verdad, ella y yo nos conocíamos desde mi llegada a la Città Eterna. Podría decirse que se ganaba el jornal en la calle, cerca de donde yo vivía y la veía muchas veces cuando me dirigía a la universidad y al regresar. Pero nunca habíamos hablado. Hasta ese momento. El momento en el que, con mi italiano chapurreado, le presté el paraguas para que no se mojara de camino a la habitación que ocupaba junto con su hija.

Desde aquel día, nos saludábamos al pasar. En una ocasión en que el frío arreciaba, la vi desde mi ventana. Cruzaba la carretera para dirigirse a su puesto habitual y se me ocurrió llevarle un café caliente y unas pocas pastas que había comprado por si tenía visita. Nos sentamos en un banco y nos presentamos. Se llamaba Vera y era brasileña. Se había asentado en Roma, como podía haberlo hecho en cualquier otro sitio, buscándose la vida. Y lo hacía. Se prostituía. No debía ser mucho mayor que yo, pero su mirada parecía haber visto más miseria y tristezas de lo que yo vería en cien años. Para Vera, la ciudad no tenía la magia que yo intuía entre sus adoquines, ni disfrutaba de los conciertos que los músicos bohemios brindaban a plena luz del día. Para ella, aquel era un país más, cuyos muros llenos de historia hedían horror y corrupción. Sin embargo, Vera todavía reía. Tenía la carcajada clara y sonora del repicar de las campanas.

Durante un tiempo, continuamos reuniéndonos en ese banco a charlar con la excusa de un café. Hasta que un día me atreví y la invité a mi casa, un pisito que compartía con otros estudiantes, que apenas paraban en él. Aceptó, a riesgo de perder a los puteros que le pagasen el alquiler del mes. Para ese encuentro, ya sabíamos muchas cosas la una de la otra. Éramos amigas. Y ambas habíamos perfeccionado nuestro italiano. Vera decía que pasaba gran parte de su día desnuda ante desconocidos, pero sin compartir una intimidad real como lo hacía en esos momentos, ante una muchacha que sabía poco o nada de la vida, pero no juzgaba la suya.

lunes, 8 de junio de 2020

El hombre que cena conmigo los viernes

"Al final, cabe preguntarse si la casualidad existe de verdad. 
¿Quizá todas las personas con las que nos cruzamos recorren nuestro perímetro con la esperanza incesante de cruzarse con nosotros?"
- En La Delicadeza de David Foenkinos -

Soy un as escuchando conversaciones ajenas. No es por cotilleo, sino por trabajo. Poco importa si la historia es real o ficticia. Mis lectoras y lectores siempre buscan en la contraportada de la revista un buen relato, da igual que sea un drama o una comedia, siempre que sea entretenido y les quite de cabeza sus propios problemas.

Viajando en el metro, en el autobús, sentada en la cafetería o en el banco de un parque; charlando con alguien, escuchando música, haciendo la compra o comiendo en un bar. De todas las situaciones puede surgir algo digno de ser contado. 

Por eso, todos los viernes, ceno en un restaurante. Es mi lugar favorito para conseguir mi dosis de inspiración. En los restaurantes, la gente suele ir acompañada y habla y habla, casi como si olvidaran que están en un lugar público. Sin embargo, me llaman especial atención las parejas que se sientan en una mesa, la una frente a la otra y no se dirigen ni una palabra. Ni una sola palabra. Sólo oyen el ruido de los cubiertos al rozar con el plato y el murmullo generalizado. Me da para preguntarme ¿será que están enfadados? ¿Por qué han venido a cenar entonces? ¿Llevarán tantos años juntos que se han aburrido el uno del otro y salen para rodearse de otras personas y no encontrarse tan solos en su propia compañía? Y me percato de si se miran o no, si se sonríen o no, si meten el tenedor en el plato del otro o no, si beben alcohol o no... Cuando me topo con una de estas parejas, mi crónica suele ser dramática, incluso la convierto en tragedia. Que corra la sangre siempre gusta a los lectores. Lo reconozcamos o no.


Últimamente, opto por un local cerca de mi casa. Barato, comida casera y trato amable. La dueña ya me conoce y me reserva la mesa bajo la escalera, donde me llegan mejor retazos de conversaciones y además, paso desapercibida. Ceno sola. Ya lo dije: estoy trabajando. Cada semana pido un menú diferente. “Lo que me aconseje la casa”. Y doy un trago a mi copa de vino. Eso que no falte. Una copita de vino blanco para acompañar mi soledad.

Antes de que me sirvan, hojeo un libro. Es mi momento de relax. De vez en cuando, levanto la vista y contemplo la estancia y a las personas que han ocupado sus sitios a mi alrededor. Familias, amigas, compañeras de trabajo, cenas de negocios, parejas que recién comienzan, matrimonios consolidados... De todo pasa ante mis ojos. A veces, no hace falta el lenguaje verbal, porque una lágrima cae, una mirada despierta, un abrazo anima, una sonrisa enamora, dos manos se acarician sobre el mantel... Me sirve para hacerme una composición de lugar y trazar las primeras líneas de mi esbozo. Más tarde, mis oídos comienzan a captar también las risas, anécdotas, preocupaciones, peticiones, propuestas de matrimonio o de divorcio, el niño que no quiere comer o que quiere un poco de cada cosa, el cierre de un negocio beneficioso para ambas partes, una solicitud de perdón y una respuesta afirmativa o no... Compruebo que estamos hechas de sonidos y de silencios que desvelan historias. Y empieza a orquestarse todo. Termino mi primera copa de vino y continúo con mi observación participante.

Durante varias semanas seguidas veo al mismo tipo, solo, en la barra. Bebe vino. Blanco, como yo. Pero la copa le dura más. Y únicamente toma una. Luce un sombrero sobre su cabeza y una barba oscura, bien cuidada. Nuestras miradas se cruzan sin quererlo varias veces. Me pregunto qué hace allí. ¿Vendrá todos los días? ¿Quizás quiera ahogar sus penas en alcohol? Difícil con un poco de vino. ¿Cuáles serán sus miedos, sus inquietudes, sus creencias? ¿Qué guardará en la pequeña bandolera que le cuelga del hombro? ¿A qué se dedicará? Imagino que a la pintura. Tiene aspecto de bohemio. Y de no llegar a fin de mes con holgura. Puede que espere a alguien que nunca llega. Puede. Puede que haya salido de trabajar, un viernes por la noche y quiera relajarse un poco antes de encerrarse todo el fin de semana con su mujer y sus tres hijos pequeños. Pero no. Habíamos quedado que era un artista. Los artistas de verdad no tienen un empleo formal ni crean una familia tradicional. Al menos, en mi imaginario.

Una noche algo cambia. Hace calor y el establecimiento ha sacado las mesas fuera. Yo también he cogido posición en la terraza. Mi concentración está dividida entre las explicaciones que una chica joven le da a otra -sobre cómo va a dejar a su novio por estar enganchado al fútbol y no destinarle un tiempo a ella- y enrollar mis espaguetis en la cuchara sin que se escurran, caigan en la salsa y me salpiquen la ropa. Cuando lo veo entrar. El hombre del sombrero. Nos miramos con la simpatía que proporciona la costumbre y sigo a lo mío. Sin embargo, al poco rato, siento una presencia que se acerca a mi mesa y se sienta frente a mí. El hombre del sombrero. Le miro perpleja y me devuelve la mirada, ladino. En ese momento, le traen otro plato de espaguetis y otra copa de vino. Blanco, como la mía.

martes, 19 de mayo de 2020

No sé quién soy

"Todos nosotros, entre ruinas, preparamos un renacer" 
- Albert Camus -

Desgranaban las primeras luces del alba, cuando escuchó a su madre levantarse y poner agua a hervir para su primer té matutino. Podía tomarse cuatro o cinco infusiones al día. En cambio a Leire, le parecía la bebida más insípida y aburrida sobre la faz de la tierra. Su madre nunca desayunaba más que eso, pero le obligaba a ella a comer algo consistente: un trozo de pan con mermelada que a duras penas era capaz de terminar y un vaso de leche. Había adelgazado mucho en los últimos dos meses y a veces no encontraba la energía ni las ganas suficientes para levantarse y dar inicio a la jornada.

El soplo de claridad que se filtró por la ventana cuando descorrió la cortina, deslumbró sus ojos aletargados. Un diluvio en polvo había cubierto la calzada de una alfombra blanca. Se asomó a la calle, solitaria a esas horas de la madrugada, y sintió que el frío le quemaba las heridas de los antebrazos. Una silueta oscura enfundada en una gabardina la observaba desde una esquina. El humo de su cigarrillo tejía telarañas en la bruma. Gritó de impotencia y desazón, pero cuando su madre corrió a abrazarla, el hombre ya no estaba y una estela de vapor venenoso se perdía en la niebla, como si nunca hubiera existido.

Aquel invierno de sus dieciséis años comenzó a trabajar limpiando portales. No había querido continuar con los estudios después de lo acontecido y su familia no iba a permitir que se refugiara en casa para siempre. Notaba que sus hermanos la estudiaban preocupados, como si esperasen que en cualquier momento, fuera a hacer alguna estupidez. Y no les culpaba. Ni ella misma sabía que le pasaba en ocasiones. Como aquel día en clase.

Había discutido con la profesora de Química y ésta le había expulsado del aula. Ella había sentido que le faltaba el aire de pura rabia y frustración y había decidido asomarse a la ventana del pasillo. Lo siguiente que recordaba era en flashes: sirenas de la ambulancia, el camión de los bomberos, chillos... y a ella, de pie en el alfeizar, a menos de un paso del vacío.
"La mémoire" de René Magritte
A las nueve de la mañana, cuando finalizaba su horario de trabajo, acudía al hospital de día infanto-juvenil. Desde luego, había chavales que estaban mucho peor que ella. A quien no le daban espasmos, se acurrucaba en un rincón y no hablaba con nadie. También había gente más normal y se lo pasaban bien entre actividad y actividad. Ese día, le habían propuesto ayudar a pintar una sala del segundo piso. Le gustaba el dibujo y la pintura. Además, era buena.

Naroa, la trabajadora social del centro, le daba conversación a su lado. A ella le había contado prácticamente todo. El único problema era que no diferenciaba lo real de lo que su mente recreaba como un espejismo. Sentía que se hundía en las profundidades de un pozo sin fondo, absorbida por sombras espectrales que la envolvían entre tinieblas y voces que no reconocía.

Todo había comenzado dos años atrás como un juego. Lo conoció una mañana de primavera. Una de las primeras de calor. El sol parecía burlarse de ella, viéndola marchar tan temprano para soportar interminables clases de asignaturas inútiles. Los árboles habían explosionado en flor e invitaban a la alegría. 

Antes de llegar al moderno edificio del instituto cuyo interior albergaba aburridas aulas repletas de pupitres, largos pasillos y profesores amargados, dispuestos a complicarle la existencia; había quedado con un par de amigas para compartir un porro que le hiciese más amena la mañana. Eva y Lola no eran compañeras del centro escolar, sino más mayores. Les presentaron en fiestas del barrio. Con ellas, había probado el cannabis y había sentido la adrenalina de robar en el Corte Inglés sin que les pillaran.

- Hemos quedado con nuestros sugar daddy. Les va a acompañar un amigo. ¿Te unes? 

Leire no tenía ni idea de qué era eso, pero cuando se lo explicaron, pensó que bien merecía la pena perderse un día de clase si, a cambio, no tenía que volver a estudiar el resto de su vida.

Según le explicó Eva, los "sugar daddy" son hombres mayores que buscan chicas guapas y jóvenes para que les hagan compañía, a las que pagan y compran caprichos en un trueque que cubría necesidades de ambos lados. "No tienes que hacer nada que no quieras. Dinero fácil y rápido", le aseguró Lola. "Sería una pena que no aprovecharas tu potencial" añadió, como si no sacar beneficio de su cuerpo y de su juventud fuera un desperdicio, un pecado capital.

Él era más joven y más atractivo que los otros dos señores que esperaban a sus compañeras. No tendría más de treinta y cinco años, así que -se dijo- la diferencia de edad no resultaba tan insalvable. Era súmamente agradable y considerado. En su primera cita, le regaló un Iphone, además del vestido que le había comprado para la ocasión. Con el dinero que ganaba, podía consumir más a menudo y el cannabis le ayudaba a olvidar los problemas que empezaban a surgir en casa: que si faltaba a clases, no aprobaba los exámenes, no llegaba a la hora establecida los fines de semana, broncas con sus hermanos, que de dónde había sacado la ropa nueva... y mentira va, mentira viene... Fueron meses de desatino sin conciencia, en los que, con la fe inmadura de quien no le ha visto todavía nunca las fauces al lobo, cree que el mundo está en sus manos y que se lo puede comer entero sin sufrir una indigestión. 

viernes, 17 de abril de 2020

Los ángeles no tienen corazón

...tienen alas...

No hay nada comparable a las primeras veces. La primera vez que vuelas en avión. La primera vez que te bañas en el mar, hundes los pies en la arena y miras el horizonte. La primera vez que ganas algo de dinero por tu trabajo. La primera vez que vas a la universidad. La primera vez que ves esa obra de teatro que te encanta. La primera vez que te tiras en paracaídas. La primera vez que pruebas un cappuccino italiano. La primera vez que contemplas la Sagrada Familia de Gaudí. La primera vez que conoces a alguien y le miras a los ojos, por primera vez...

La primera vez que te vi tenías la mirada de una persona de mil años, como un hombre lleno de invierno. Y un enigma escondido tras la sonrisa. Pero no fue tu aire de perrito abandonado lo que me impulsó a adoptarte. Fue la ingenuidad de tu pensamiento. Tu corazón sencillo, sentimientos laberínticos. Siempre me gustó tu risa contagiosa, esa manera tan especial de querer, camuflada de normalidad; tu capacidad para poner patas arriba mi vida, tus locos -aunque escasos- momentos de impulsividad contenida. Y tus manos grandes capaces de sostener y abrazar el mundo entero.

Es guay querer a la gente, a todas las personas. Pero es que tú eres querible versión premium. Contigo no existe un plan B: hay que quererte sí o sí. Eres infinitamente más estrujable que el resto de la humanidad. No me entiendas mal: somos como dos gotas que cayeron de la misma nube, pero no pueden ni deben ni quieren compartir el mismo charco. Es bonito saberlo, aunque cuesta vivir solamente la mitad del camino.

¿Cuántas cosas no gritaste y cuántas mentiras dejaste escapar? Admito que yo también me callé los "te quiero". No hay palabras cuando el corazón se desborda. Soy un libro abierto muy fácil de leer para tan experto epigrafista.

¡Qué difícil eres cuando te escondes tras trescientos ochenta y siete días! Eres complicado cuando me haces falta. Como si no bastase hacerte memoria en la distancia. Como si no bastase ese pedacito de suelo que ya es nuestro para siempre. Como si no bastase verte en sueños o de vez en cuando, sentir que el viento me trae el eco de tu voz. Bendita inocencia la mía.

martes, 31 de marzo de 2020

Confesiones y método de una confinada

“En medio del odio descubrí que había, dentro de mí, un amor invencible.  
En medio de las lágrimas descubrí que había, dentro de mí, una sonrisa invencible. 
En medio del caos descubrí que había, dentro de mí, una calma invencible. 
Me di cuenta a pesar de todo que... 
En medio del invierno descubrí que había, dentro de mí, un verano invencible. 
Y eso me hace feliz. 
Porque esto me dice que no importa lo duro que el mundo empuja contra mí; 
en mi interior hay algo más fuerte, algo mejor, 
empujando de vuelta.” 
- Albert Camus- 
(Fragmento de El Verano) 


Queridxs amiguitas y amiguitos, 

Odio que me digan que soy una persona tranquila. “Si no es algo malo” suelen alegar. Pero es que la procesión va por dentro y además me considero una persona activa, que antes de la cuarentena no paraba en casa sino un día a la semana. Bendito sábado. 

Sin embargo, debo reconocer que el confinamiento lo estoy viviendo así: tranquila. Más que con tranquilidad, diría con calma. Me gusta más esa palabra y creo que define mejor mi estado. Está resultando una experiencia de lo más reveladora, que me ha ido despojando para mostrarme la realidad desnuda, auténtica. 

Al principio me costó un poco. Tenía muchos momentos de bajón, pero ¿qué esperabais? Antes, ya se me caía la casa encima cuando volvía por la noche y me encontraba en estas soledades, acostumbrada a vivir en familia. Y es que la independencia tiene cosas maravillosas, pero también sus defectillos (sí, amiguitxs, la emancipación también ha llegado a mi vida). 

Lo diré sin rodeos. Lo que me ha salvado la situación es la oración. Nunca ha sido mi punto fuerte, pero una tarde, Dios vino a visitarme y ¡aquí se ha quedado! Permanece, haciéndome compañía. Nunca voy a poder darle las gracias de modo suficiente. Es un súper papá, en serio. Y bueno... si no creéis, pues os hablaría de la meditación, pero es que creo ¡que no tiene comparación! 

También mantengo contacto con mi familia, amig@s y hablo con personas que están solas para las que esta cuarentena es especialmente dolorosa. Es bonito sentirse unida a las personas que quieres, a pesar de la distancia. Os aseguro que llamaría a más gente, pero me da vergüenza. 

Trabajo. A partir de abril por semanas alternas en casa o en la oficina. Esto también me mantiene estable, el comunicarme con otra gente, conocer sus problemas e intentar echar una mano (aunque ni mucho menos es tan sencillo y agradable como parece). Creo que en este estado de alarma, deberíais empezar a valorar más a vuestras trabajadoras sociales. Por lo menos, estaría bien que se visibilizara nuestro trabajo, aunque no esperamos aplausos ni tampoco los necesitamos. Mis compañeras son uno de mis apoyos fundamentales y es que, creo que después de diez meses trabajando codo a codo, puedo decir que estoy enamorada de ellas. Tantas cosas no las hubiera vivido igual si ellas fueran otras... 

Me cuido. Me peino, me ducho, como sano, me visto con ropa de persona y hago deporte. Mantengo limpio mi pisito. Sigo activa en redes. A veces, incluso estudio, aunque debería hacerlo más. Es muy básico, pero lo aclaro. Creo que es bueno. Probadlo.

Leo. Desgraciadamente, he terminado los libros que me descargué y he agotado los datos de internet. Siempre me quedarán mis favoritos, que me traje en la mudanza: las novelas de Carlos Ruiz Zafón, de Khaled Hosseini, algún libro de JM R. Olaizola sj, "Sabiduría de un pobre" y los Escritos de San Francisco de Asís. La literatura es un regalo de la vida. 

Escribo. Escribo mucho. Lo primero que se me pasa por la cabeza y que no me requiere esfuerzo. Seguramente lo acabe borrando, destruyendo o puede que algún día arregle esos textos para que formen parte de este blog. También continuo con mi “cuaderno de campo”, una especie de diario que escribo desde hace muchísimo. En estos días, estuve leyendo los anteriores y os lo prometo: yo antes tenía sentimientos súper puros y genuinos. Espero conservar algo de eso. ¡Seguro que sí! Para ser sincera, durante este tiempo, he descubierto cosas mías que no sabía o que era incapaz de nombrar. He reconocido miedos, inseguridades, debilidades... Y siento que han sido iluminadas, acogidas, besadas y abrazadas. ¡Cuánto necesitaba de un parón así! Todavía tengo miedo. Pero también esperanza. No tengáis miedo al silencio y a miraros, de verdad. Creo que es lo más bonito que nos puede pasar. Que nos miremos y nos reconozcamos. Con todo lo que somos.

Apenas veo la televisión. En principio, porque no sé qué fallo tiene el cable de la antena que hay que moverla con cariño hasta que encuentra una posición donde esté a gusto y deje de verse con rayas y de hacer ruidos extraños. Ayer vi un programa sobre el Congo que me estrujó las entrañas. También sigo la Eucaristía. Me gustaba más ver las misas online con los sacerdotes de siempre... En cualquier caso, Dios y yo nos apañamos. 

Escucho música prácticamente todo el día. La música tiene el gran don de acompañar los procesos. Esuchad música. De todo tipo. El Kanka siempre es una buena opción para comenzar con buen pie. Ponedle banda sonora a vuestro día y a vuestro estado de ánimo.

Me acuerdo de mucha gente. Esto también me ayuda a ensanchar el corazón. Creo que no hay nadie que haya conocido en mi vida que no haya estado presente estos días en mis conversaciones con Dios. Sean amig@s o enemig@s. Pensad en vuestra gente, recordad los momentos compartidos y agradecedlos. Es una manera de tenerles cerquita.

Recuerdo mucho a los enferm@s y a quienes l@s cuidan (sobre todo a l@s que conozco), pero también tengo un pensamiento por todas las personas (seres en general) que sufren la violencia en cualquiera de sus formas, aquí y al otro lado del planeta. Personas que no pueden ver la cara amable del confinamiento porque sus necesidades básicas de alimento, vivienda, seguridad y afecto no están cubiertas. Especialmente casos de mi trabajo, de las infancias (que muchas veces tienen rostros y nombres concretos), las mujeres, personas mayores o aquellas que carecen de un hogar y de una palabra que se transforme en caricia. Tantas personas heridas en su dignidad, sumergidas en las noches del mundo. No sabemos lo privilegiad@s que somos much@s de nosotr@s. 

jueves, 6 de febrero de 2020

Tempus fugit

"Todo pasa y todo queda,
pero lo nuestro es pasar,
pasar haciendo caminos,
caminos sobre la mar."
- Antonio Machado -

Tiempo. 
Siempre he tenido problemas con el tiempo. Porque corre muy deprisa o porque se desliza muy despacio. Porque me falta o porque me aburro.

El tiempo. 
Ese concepto abstracto que nunca aprendo a medir, que se me escapa, que hace ponerse el sol y me levanta de la cama cuando todavía me aferro a los sueños. Dirige la vida, conlleva rutinas, obliga a la organización. Nos roba a aquellas personas que más queremos y es causante de que las imágenes se difuminen en una acuarela de olvido.

Cincela la piel y devora los momentos para convertirlos en recuerdos, y luego en polvo. Tiempo fugaz que nos desglosa en horas, minutos y segundos.

Y es que, ¿quién no ha pedido al cielo en alguna ocasión: "Ojalá toda la vida fuera (como) hoy"?

lunes, 6 de enero de 2020

César y sus ojos color mar

"Puede ser que una vez/ en un desvelo
descubramos que el mundo es una fiesta
y encontremos al fin
esa respuesta que desde siempre
nos esconde el cielo.
Puede ser que una noche / en algún vuelo
ganemos sin querer alguna apuesta
y advirtamos que un alma está dispuesta
a servirnos de paz y de consuelo.
Puede ser que el transcurso de los años
nos vaya proponiendo otra corriente
dejándonos con suerte y sin extraños
y aunque en la piel nos queden cicatrices
desde el viejo pasado hasta el presente
puede ser que logremos ser felices."
 - Mario Benedetti - 

Dicen que los Magos de Oriente son los hombres más sabios de la tierra. Conocen los corazones, los deseos e incertidumbres que encierran. Incluso, cuando se ha perdido la fe y la inocencia no escribe su carta, ellos se deslizan por los balcones, dejando a cada persona, un regalo diferente y secreto.

Aquella mañana del seis de enero, amaneció entre un mar de niebla baja. La escarcha cubría las aceras, el césped y los coches de fino cristal. Desde mi ventana, contemplé aquel paisaje solitario. Era temprano y no había nadie en la calle todavía. O sí. Algo se movía bajo un árbol, en la hierba. Entorné la mirada. No podía ser cierto. Un hombre envuelto en un saco de dormir. No lo pensé dos veces y salí a su encuentro con un termo de café y un bocadillo.

Sólo le vi la mitad del rostro: un ojo azul, medio bigote rubio y un poco de flequillo alborotado sobre la frente. El resto se hallaba oculto bajo el saco. Ante mi absurda pregunta de qué hacía allí, me respondió que tenía sueño. Fue cordial y agradecido, pero me dio la sensación de que le estaba molestando.

Estuve toda la mañana escudriñando desde mi ventana cual “vieja del visillo”. Saqué al perro y la basura con los envoltorios de los regalos que, con mi familia, habíamos abierto unas horas antes… Nada, no se movía. Hasta que se desperezó, más allá del mediodía. Se levantó, se sacudió el entumecimiento, estiró las piernas y estuvo caminando dando vueltas de un lado a otro. Luego, sacó de su mochila el bocadillo que le había entregado.

¡Era mi oportunidad! Salí de casa y me senté junto a él en un banco. Me saludó y le pegó otro mordisco al pan. Refirió que estaba rico. Le pregunté si podía ayudarle con algo más o si quería que llamara a alguien que lo recogiera, pero me dijo que no, que él se apañaba. Se llamaba César. Llevaba diez años en la calle. La primera noche, pensó que sería temporal. Ahora ya, era una costumbre. Su novia de entonces le había echado de casa y no tenía más familia, ni empleo, ni dinero. “A pesar de eso, no le guardo rencor, sólo recuerdo las cosas buenas. Yo la quise mucho. Y supongo que ella también a mí, a su manera”, soltó sin darse importancia.

Desprendía luz. Como la mayoría de personas humildes que lo han perdido todo y han hecho de las aceras su morada y su colchón. De ésas que hacen bien al corazón, aunque lo desconozcan y una misma no acierte a comprender el porqué. Era de trato afable y considerado.

Hacía tres días que no comía y vagabundeaba de aquí para allá. Estaba de duelo. Había perdido a su compañera de batallas. Su perrita murió en la calle bajo la atenta mirada de la luna. Le ofrecí una medallita de San Francisco de Asís, de las que suelo llevar unas cuantas para dar a quien me surja. Le dije que Francisco era el patrón de los animales, que cuidaría de su perrita y también de él. Le dio un beso y se la guardó. Luego me sonrió. La sonrisa de un niño. “Gracias”, pensé.