"Ved, hermanos, la humildad de Dios y derramad ante Él vuestros corazones" (CtaO 27-28) |
Francisco arrastra hacia
la luz uno de los tiestos de flores que plantó meses atrás y que
ahora muestran sus mejores galas de colores, esparciendo su aroma por
la estancia. Se maravilla de ver cómo han crecido con un poco de
tiempo y cuidado. “Así somos también nosotros”, se dice y
piensa en la celebración de la noche y en las circunstancias en las
que una pareja joven se encontró hace poco más de mil doscientos
años. Qué menos que prepararse para darles acogida en esa
Nochebuena.
Escucha cantar al hermano León. Está afuera, trabajando con el mimbre. Francisco sonríe. Es afortunado por contar con el hermano León, el más simple de sus hermanos. Le quiere y le agrada su compañía. Admira su actitud prudente y su alegría serena. Después de vivir tantas situaciones juntos, tiene toda su confianza y da gracias por poder hablar con él cuando algo le preocupa, o sencillamente para expresar una idea o una moción del Espíritu. León no es sólo un compañero de viaje, un hermano de comunidad, su confesor, secretario y enfermero, sino que sobre todo es un verdadero amigo.
Francisco se asoma a la salida de la gruta e inmediatamente León calla.
- Si te molesto, padre, puedo continuar en silencio- le ofrece.
- Al contrario. Disfruto de escucharte. Pero ahora, hermanito, ayúdame a llevar estas flores hasta el pesebre donde esta noche nacerá el Niño Jesús.
Y marchan, cantando, por el paisaje rocoso hasta su portal de Belén.
Francisco sabe que ésa es la noche más bella del año y está contento de celebrarla con algunos hermanos y los habitantes de Greccio. Su vida no sería la misma si ese Niño no hubiera nacido y, al pensarlo, siente que el corazón se le expande en el pecho, embriagado de gratitud y esperanza.
Aún recuerda la primera vez que se encontró con Él, cara a cara. Antes había tenido otras llamadas, pequeños toques de atención que Francisco se empeñaba en ignorar u olvidar con el paso del tiempo, imprimiendo en su interior una herida de pérdida y vacío que era imposible sanar con su rutina de excesos. Hasta esa noche de camino a Espoleto. Su intención era llegar a la Apulia para armarse caballero, pero Alguien cambió el rumbo de su destino. No fueron las palabras que le dirigió aquel hombre moreno de semblante tranquilo, que vio en sueños. Fue sobre todo su mirada. Una mirada que le atravesó, derribando cada una de sus viejas murallas, haciéndole sentir vulnerable y plenamente libre. Francisco, por naturaleza creativo, jamás podría haber imaginado una sensación tan intensa, ni un amor tan grande y profundo como nunca antes había experimentado. Por eso, cuando despertó, lo hizo con la certeza férrea de que sería caballero, sí, pero de otro señor.
Desde entonces, había comenzado a frecuentar a los leprosos y a disfrutar de la compañía de los más desheredados. Hasta que lo halló de nuevo. Abandonado, sucio, casi ni se le distinguía el rostro cubierto de mugre sobre el madero, como un mendigo más, en la capillita derruida de San Damián. “Francisco, ve, repara mi casa...”