sábado, 24 de septiembre de 2016

El lado izquierdo del camino

"Si fueras siempre sol de primavera, 
si siempre fueras linda vida buena,
ya no te querría..."
(El Kanka)

Trabajo en un barrio que me tiene enamorada. No es que sea obrero, que también, pero es más que eso. Es simple y bastante pobre. Sus vecin@s son personas humildes que han luchado toda su vida por un bienestar que parece estarles vetado. Me encanta su esencia de pueblo, como si estuviera a decenas de kilómetros de la ciudad. Me encanta esa iglesia abandonada con su fachada de ladrillo y su suelo de piedra. Junto a ella, una colorida asociación de artistas okupas y un espacio abierto donde vive gente en sus caravanas. Las fábricas desiertas, las viviendas viejas... Ese ambiente que se respira me produce fascinación.

También me gusta la naturaleza salvaje, ésa que no depende del ser humano y que crece a su aire. 

A la tarde, cuando vuelvo a casa, voy por un paseo que separa dos paisajes. A mi derecha, el campus universitario, tan cuidado... Con su césped verde, bien cortado, sin apenas hojas secas, llano, sin obstáculos que te hagan difícil el camino. Es perfecto para sentarse a charlar o almorzar. De hecho, veo a varios grupos de estudiantes así, disfrutando de este otoño primaveral. Veo, además, un antiguo pozo que le da un matiz romántico al lugar. Como el de esas películas alemanas que echan los sábados por la tarde y que resultan irreales.

El otro lado creo que no pertenece a la Universidad de Navarra, porque la hierba está a corros, con zonas de color pajizo y secas, las ramas que se han soltado de sus troncos crujen bajo mis pies. Igual la hojarasca que cubre de forma intermitente los hierbajos. En general, es más frondoso y las plantas crecen con más desparpajo entre el terreno desnivelado. Hay más árboles y están más apretados. Si miras hacia arriba, es como si quisieran unir sus copas para atraparte bajo su sombra. No se trata de las majestuosas secuoyas del campus, son árboles más comunes, aunque no sé identificar su especie. Por allí, también corre un riachuelo y el paisaje es más rocoso, incluso hay una pequeña cueva escondida tras la melena de un sauce y las enredaderas, crecen a su antojo. 

Si tuviera que elegir, me quedo con el lado izquierdo del camino. El campus es muy bonito y confortable, pero menos auténtico, incluso su verde me parece más artificial y el canto de las aves que allí anidan, más ficticio.

martes, 16 de agosto de 2016

Simplicidades

"Tengo el deseo de realizar una tarea importante en la vida. 
Pero mi deber está en realizar cosas humildes como si fueran grandes y nobles."
 - Helen Keller -

          El mundo está muy mal. Lo que lo salva es el
 tipo de personas que elegimos ser.
Hacía tiempo que no me sentía así: tan bien. Es un sentimiento ensanchante llamado agradecimiento. Un agradecimiento de verdad, no de esos que das desde la cabeza y por educación, sino de ése que lo escuchas palpitar en el corazón.

Desde que terminé la carrera hay una pregunta que siempre me ronda esté donde esté y haga lo que haga: “¿Qué estoy haciendo yo aquí?” No es que haya encontrado mi lugar en el mundo, si no que durante estos días, la posible respuesta tenía un color más optimista. No es que haya hecho gran cosa y creo que es precisamente por eso, porque lo más real de la vida está en los pequeños detalles cotidianos, en vivir con simplicidad, lejos de la superficialidad y el éxito.

Este verano, durante mi semana de vacaciones me fui a Barcelona con las Hermanitas de l@s Pobres, una congregación religiosa que cuida de las personas mayores con las pensiones más bajas, siguiendo los pasos de Juana Jugan, una mujer extraordinaria a la que se puede reconocer en muchas de las hermanitas actuales.

En una preciosa residencia entre la Plaza Tetuán y la calle Caspe, conviven un centenar de abuel@s con una docena de monjas (más emplead@s y voluntari@s) en un ambiente de familia difícil de encontrar en cualquier otro asilo.

Me ha encantado ser testigo presencial de la sencillez que se vive entre esas cuatro paredes. Cuando veo las noticias, a menudo la humanidad me desilusiona y me asquea, pero esta experiencia me ayuda a comprender que la esperanza se cuece a fuego lento y mientras existan personas buenas, capaces de iluminar la noche del mundo y curar sus heridas, puedo permitirme ser positiva y tener fe en la gente.

Esto fue lo que escribí en esos días:
**

Me gustan los detalles simples. Me gusta ser consciente para exigirme seguir viéndolos, aun cuando desearía y pediría más.

Me gusta el trato amable y las sonrisas rutinarias. La sonrisa de una anciana que no habla, los chistes malos de otra, las correcciones de una abuela válida y los pequeños detalles de tod@s.

Me gusta ver pasar a las hermanitas, siempre con prisa, siempre currando... incluso de mayores, superando los 70. Me gusta cómo cuidan a l@s residentes para que no les falte de nada, para que estén content@s. Admiro la suavidad y la ternura inimitable con la que despiertan y preparan a l@s enferm@s cada mañana, sin permitir que una rutina de años reste un ápice de dulzura. 

Me gusta cómo la hermanita de la enfermería está pendiente de todo, como una mamá, y que le salga de un modo tan natural, conservando la sonrisa intacta. Me gusta ver su hábito blanco en la capilla, escucharles cantar las oraciones, que controlen los protocolos litúrgicos como algo normal en su día a día; que me saluden por la galería y que la hermanita del comedor se esmere tanto para que todo el mundo disfrute de la comida.

Me gusta su gratuidad, que te ofrezcan todo lo que son y tienen sin pedirte nada a cambio, que te acojan como si fuera tu propia casa, su confianza en la Providencia por medio de san José, que siempre tiene una notita con peticiones, un cartón de leche o un bote de café.

Me admira ver cómo se esfuerzan, su capacidad de entrega, de vencerse a sí mismas, de no cansarse nunca a pesar de tanto trabajo, del calor... que yo al tercer día ya estaba para el arrastre. Me gusta ver envejecer a las hermanitas, que sean parte de mi historia... aunque también me entristece.

Me gusta ver a la madre superiora de la casa, a la que quiero de una manera sobrenatural, como siempre que se quiere de verdad a alguien. Me gusta reconocerla por el filo del velo tras las esquinas, intuir su don para la bilocación. Me gusta ver como trata a l@s abues, con qué paciencia y su talento malagueño para hacerles reír. Me gusta sentarme a su lado en el recreo, escuchar sus carcajadas, hablar con otras hermanitas sin tomarse en serio nada que no merezca la pena. Me gusta disfrutar de su mera presencia, aunque no tengamos tiempo para charlar. Me gusta la inocencia de su corazón de niña. Me gusta porque vive lo que cree con intensidad, pero desde esa humildad de quien sabe que imponer sólo aleja a las personas de la verdad que todas llevamos grabada a fuego dentro. Me gusta que la esperanza sea su filosofía de vida. Trasmite una alegría inagotable, una energía arrolladora, una paz profunda. Creo que Jesús de Nazaret, con otra cultura y en otra época, sería muy parecido.

Sin duda lo mejor de estos días han sido l@s abues, de l@s que me enamoré completamente y eso que ganarse a l@s ancian@s catalanes no es nada fácil. Me encanta sonreírles, aun más, me encanta no poder reprimir la sonrisa cuando l@s veo desde lejos.

viernes, 15 de julio de 2016

Sanfermines

🔻"En esta hermosa Navarra,
tierra ideal donde nací.
En donde tengo mis amores,
donde siempre dichosa yo viví.

Hay una perla guardada,
con la que sueña mi ilusión.
Esta es Pamplona mi adorada,
a la que siempre quise con todo el corazón.

Pamplona,
Tú eres la perla del norte.
Un rinconcito de España,
donde se vive feliz.

Pamplona,
Dentro del alma te llevo.
Y aunque esté lejos, muy lejos,
nunca me olvido de ti."🔻

Pamplona, perla del norte

"Érase una vez, el sortilegio de una ciudad transmutada en capital de la alegría y la fiesta..."

Este año, más que nunca, me da pena que se hayan terminado las fiestas de San Fermín. He salido mañana, tarde y noche; he disfrutado de la calle, de lo tradicional, de la música, de la gente. Los sanfermines son fiestas tan especiales porque te invitan a vivir la calle por nueve días rodeada de ese ambiente sanferminero que no se puede describir y sólo lo entiende quien lo experimenta.

Y es que San Fermín es muchísimo más que toros, abusos (o agresiones) sexuales y personas ebrias con camisetas rosas, apestando a sangría. Porque, desgraciadamente, la tauromaquia existe en muchos lugares de España y del extranjero, el machismo y sus consecuencias es una ideología generalizada a nivel mundial y beber alcohol de manera descontrolada es una práctica de cualquier sábado noche para una parte de la juventud de los quince en adelante.

San Fermín es mucho más que la concentrada pestilencia a orín, la basura que se acumula al lado de contenedores vacíos y l@s frances@s pesad@s que se dedican a empujar en el “Pobre de mí”. Porque si las personas cochinas, maleducadas y descerebradas volaran, no se vería el sol. Aquí y en la China mandarina.

No. No se trata de demonizar (aunque algun@s lo pretendan) ni de idealizar las que son, sin duda, las mejores fiestas del mundo.

Lo que te llena de verdad son los sanfermines de día, porque de noche es similar a cualquier verbena, pero con la población multiplicada. Hay que saber rodearse y buscar las actividades que marcan la diferencia.

San Fermín es, principalmente, el santo morenico, -tan guapo él- y su procesión del 7 de julio. Es visitarlo en su capilla, en la iglesia de San Lorenzo, para pedirle que nos eche un capotico a l@s navarr@s y a tod@s aquell@s que así se sienten cuando Pamplona les acoge.

San Fermín es la comparsa de gigantes y cabezudos. El rey y la reina europe@s, l@s asiátic@s, american@s y l@s african@s, símbolos de la multiculturalidad que a l@s pamplonicas nos gusta tanto. ¡Qué nadie me diga que ver danzar a l@s gigantes es cosa de crí@s! ¡Es tan bonito! ¿Mi favorito? Selim–pia Elcalzao, el sultán árabe ¡con sus chupetes atados al cinto!

San Fermín es el entrañable Caravinagre con el resto de kilikis pegando vergazos a niñ@s y mayores, los zaldikos a caballo y la banda de música que les sigue. San Fermín son l@s más peques con sus familias abarrotando las aceras, acompañando a la comparsa y los deseos de much@s por volver a la infancia.

San Fermín es el txupinazo, el "riau-riau", la ropa blanca preparada desde el día anterior que se convertirá en una segunda piel durante las fiestas, el pañuelico rojo, -que siempre llevo conmigo cada vez que viajo, como distintivo honorífico de mi tierra- y la faja que nos recuerdan el martirio del santo al que veneramos. San Fermín es una marea blanca y roja, un grito por la igualdad a pesar de las particularidades individuales y en la diversidad.

San Fermín es madrugar, trasnochar y olvidar la siesta. San Fermín son los almuerzos en cuadrilla y los churros -únicos en el mundo- de la Mañueta. Son los globos de helio, la noria y las multitudes. Es soportar sin volver a casa, el calor y las tormentas. Son las joticas de las 12h en Paseo Sarasate con las que se te pone el vello de punta, (¿quién decide que son para la tercera edad?). Son los conciertos de txistularis y de las bandas locales por el Casco Viejo. Son las peñas, sus txarangas y sus pancartas controvertidas. Los conciertos de la Pegatina. Es la música bailable de Antoniutti y Plaza de la Cruz. Es perder la vergüenza y cantar, gritar y bailar sin que nadie te mire como si estuvieras loca (y si te miran así, poco importa). Es la tómbola de Cáritas y mi ilusión porque me toque un robot de cocina que nunca llega. Son las barracas y el olor a fritanga. Son las cenas antes, durante o después de los fuegos de las 23h en la Vuelta del Castillo y con buena compañía. Es el “Pobre de mí” esperanzador en la Plaza Consistorial y aledaños con sus cientos de velas y miles de pañuelicos de nuevo en alto, despidiendo las fiestas. Es volver a quedar con amistades que no veías desde hacía un siglo. Es ese sentimiento de pertenencia, de orgullo, de apertura que inunda y colorea los corazones del mismo rojo del pañuelo.

sábado, 9 de abril de 2016

Hija amada, por vocación

* Semana Santa Franciscana en Madrid'16.

- Te dije que lo que Tú quisieras, pero no era de verdad. Y no quiero “culparte” ni enfadarme por no haber cumplido MI voluntad. Pero no puedo evitar sentir tristeza. Estás tan claro y evidente en las personas sin hogar, Dios Mendigo... Estaba tan segura de que me traías aquí, de la mano de Francisco, para estar con ell@s y así estar contigo. Me hacía tantísima ilusión, que no puedo evitar sentir rechazo por un voluntariado en un centro para hombres con discapacidad. Tú lo sabías, ¿por qué me haces esto?

- Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora, lo comprenderás más tarde (Jn. 13, 7). ¿No me ves aquí, en estos hermanos tuyos que tienen la inocencia de unos niños y una ternura que me refleja? ¿No me ves crucificado y mendicante en ellos que también son excluidos y abandonados, quizás mucho más dependientes que aquellas personas que sufren la calle? ¿No encuentras una gran pobreza en carecer de salud? Haz el bien sin esperar nada a cambio (…) y serás hija de Dios (Lc. 6, 27 – 58).


lunes, 21 de marzo de 2016

El superpoder de cuidar

Lo opuesto a una cultura masculina de la violación 
es una cultura masculina afectiva: hombres aumentando 
su capacidad de dar cuidados (Nora Samaran)
Amar es cuidar. Hace tiempo que vengo dándole vueltas a este tema y al por qué a los hombres les afecta tanto en su masculinidad que se les pida que cuiden, ¿es que no aman? ¿Es que l@s hij@s no son también suy@s? ¿O sus madres/padres? ¿O la casa que siempre quieren ver limpia? ¿O sus camisas y calzoncillos? (Por supuesto, no hablo de aquellos que se deconstruyen, que cuestionan sus prejuicios y que no ayudan a sus parejas sino que hacen la mitad del trabajo doméstico, según les corresponde).

Una amiga tiene la teoría de que no es machismo sino desidia y el patriarcado sólo les reafirma para que no se sientan culpables por mantener unos privilegios ilógicos, mientras que con las mujeres hace todo lo contrario. Porque cuidar cuesta. Cuesta tiempo y cuesta esfuerzo. Pero lo que más cuesta es la obligación del cuidado a cambio de nada, gratis, a cambio de descuidarte, en nombre de un amor desinteresado, ilimitadamente generoso. ¿Por qué no se habla del síndrome de la cuidadora quemada que padecen tantas amas de casa? Hombres y mujeres deberíamos repartirnos las tareas, por justicia, por plenitud individual y porque así tendríamos más tiempo para el autocuidado, para las relaciones sociales, para las aficiones, en resumen, para disfrutar la vida. 

No podemos seguir plegadas a las necesidades, expectativas y deseos de los demás, para que nos quieran. No te dejes convencer por la imposición de "sufrir por amor". No valen los razonamientos estúpidos, ésos de "ellos no lo hacen tan bien, no saben", "friego los platos y hago como que no me doy cuenta de que la chapa está sucia, ya la limpiará ella...", "si por naturaleza, dais de mamar, también tenéis que cocinar" (No, no me lo invento. Lo he oído), "el instinto maternal...", "las mujeres caéis más en los detalles". No. Dímelo a mí que soy la persona más despistada sobre el planeta Tierra y ésto no me resta feminidad. Y tampoco sé cocinar, por cierto. Y no pienso planchar en mi vida. 
El cuidado debe ser libre, un espacio de igualdad, sin dominación ni subordinación.

Reivindicar el valor de cuidar
Una vez aclarado este aspecto, creo que el mayor superpoder que existe en el mundo es el de cuidar. Cuidar es amor en acción, en lo concreto. La política no soluciona problemas, no sólo de idealismos vive la persona y el dinero no lo puede todo. Cuando cuidamos entramos en el mundo de la otra persona, compartimos su intimidad y entonces, se inicia un mecanismo mágico que nos ensancha el corazón y nos conecta con la humanidad, con lo importante, con el sentido de la existencia. Cuidar nos ayuda a percibir nuestra debilidad, nuestra necesidad de comunidad, de no estar sol@s. Cuidar nos enseña verdades como puños como que no hay mayor regalo que la persona que tengo enfrente y que me acepta, dándome la posibilidad de acceder a su universo. Cuidar es proteger, velar, defender la dignidad de la gente, su derecho al bienestar, a la calidad de vida.

martes, 2 de febrero de 2016

La rebelión de los maniquíes desnudos

"Cuenta la leyenda, que hubo una vez
una manada de maniquíes que se opuso
a que los convirtieran en meras perchas de ropa y etiquetas..."

Hace tiempo que quería escribir sobre las etiquetas. Pero sin el deseo de criticar a nadie (aunque sí algo), porque supongo que muchas veces -y la mayoría de ellas inconscientemente- también yo intento cumplir con mi etiqueta, me aferro a ella para no ser contradictoria y no salir de mi zona de confort.
Me han llamado conservadora y revolucionaria, feminazi y provida, hipster y descuidada, hippie y capitalista. Para mi profe de ciencias naturales era la chica del 4'75. Mucha gente me tiene por una persona tímida y en otros ambientes, en cambio, soy la payasa. No me identifica ninguna de esas clasificaciones. No totalmente. Al menos, en esta etapa de mi vida.

También la publicidad, la sociedad, la familia nos impone ciertos roles que “debemos” asumir. Las mujeres “debemos” resaltar por encima de todo la belleza física y el servicio incondicional (si no, nos convertimos en feas, gordas y malas). Los hombres “deben” ser atléticos, fuertes, sin demostraciones de ternura (y menos con el mismo sexo) ni de debilidad. 

Por no hablar de cómo las mayorías etiquetan de forma negativa ciertos comportamientos de minorías, sólo porque no son los habituales para la cultura predominante. Según la teoría de la reacción social, intentamos cumplir con las etiquetas que nos ponen, por tanto, si tildamos a alguien de delincuente, esa persona lo va a ser (explicado a grosso modo). Y esto verifica que los conflictos sociales son una cuestión comunitaria y no sólo de individuos concretos. Pero ese es otro tema del que no escribiré hoy.

La verdad, sólo quiero ser yo, con mis defectos y mis dones, pero yo al fin y al cabo. Siempre en esa búsqueda incansable de la verdad y con ella, la justicia. Con ideas de diferentes colores, pero que soy capaz de razonar por mí misma, aunque eso conlleve no pertenecer a ningún grupo o a varios, pero no del todo. 

No quiero preocuparme por mi forma de vestir, por cómo llevo el pelo ni por mis gustos musicales; no quiero sentir culpa por ser quien soy, aunque tenga ilusiones estúpidas, sueños imposibles, comportamientos tradicionalmente masculinos y en muchas ocasiones me sienta a medio camino entre dos polos opuestos. Y lo que es más importante, no quiero controlar cada palabra que salga de mi boca, dependiendo de quien esté presente; ni poner trabas a mis pensamientos porque no se ajustan a la imagen que me gustaría tener de mí misma y dar a l@s demás. No voy a esconderme tras un muro. 

De hecho, el problema no es mío, sino de la mirada ajena que espera estereotiparme. Y en esa mirada estamos todas las personas, no importa la ideología. Todas demostramos nuestra intolerancia, nuestra hipocresía. Ya lo decía la gran Chavela “a nadie le gusta vivir con una persona libre. Si eres libre, ése es el precio que tienes que pagar: la soledad.
El único pecado que no se perdona en España es el de no tomar bando y resistirse a unirse a un rebaño u otro.
El que tiene mucho apego a un rebaño es que tiene algo de borrego (C.R.Zafón)