"A los que buscan
aunque no encuentren,
a los que avanzan
aunque se pierdan,
a los que viven
aunque se mueran."
aunque no encuentren,
a los que avanzan
aunque se pierdan,
a los que viven
aunque se mueran."
- Mario Benedetti -
Aquel día, víspera de Navidad, comenzó augurando novedades y cambios. El despertador no sonó a la hora indicada, la tostadora no saltó y la caldera decidió que hacía una buena mañana para ducharse con agua fría. Dobby ladraba desde mucho antes de que amaneciera y permaneció nervioso, siguiéndome sin motivo aparente y dando vueltas a mi alrededor. Por si fuera poco, una tormenta huracanada me pilló a medio camino del trabajo y un simple paraguas no fue suficiente para contener su furia. Así que, somnoliento, agitado, helado, mojado y hambriento, llegué al despacho con poca intención de cargar con problemas ajenos.
Sin embargo, ni siquiera me dio tiempo a verter mi mala baba sobre alguna persona insensata que se atreviera a molestarme desde el otro lado de la mesa. Una llamada cambió mi día, y probablemente mi vida.
Llevaba meses inscrito como familia de acogida, pero nunca había tenido la oportunidad de serlo. Quizás porque priorizaban parejas a personas solas o simplemente, porque no era mi momento. Pero esa mañana de invierno, mi momento llegó con aviso de urgencia y con un nombre muy acorde con las fechas en las que estábamos: Emmanuel. Era un bebé de cuatro meses, de origen senegalés y enfermo, que requería de tratamiento y una serie de cuidados que su madre no le proporcionaba, a quien habían ingresado en una unidad de hospitalización psiquiátrica. Apenas me facilitaron datos de la familia o del menor, pero yo tenía mis contactos...
La madre de Emmanuel se llamaba Joy, que significa "alegría". Pero Joy había tenido una vida que se podría calificar de muchas maneras, menos como alegre. Era una chica joven. Veintinueve años. Cinco hijos en Senegal. Dos matrimonios forzados con viejos que la esclavizaban. Mamadou iba a ser su tercer marido. Pero la noche previa a la ceremonia, escapó con la complicidad de su abuela y se marchó con un par de amigos que también soñaban con cruzar el mar y llegar a Europa. De aquella huida, hacía más de cuatro años. Nunca supo si sus compatriotas atisbaron tierra europea. Ella no lo consiguió. No se lo permitieron. Los mismos de siempre. Aquellos cuyas vidas son tan miserables que tienen que convertir la de los demás en infiernos terrenales, en pesadillas reales. Podrían esconderse en rostros diferentes, pero ella los reconoció enseguida.
En cuanto le quitaron el pasaporte en una de las fronteras, la única opción que tuvo para sobrevivir fue la prostitución, con la amenaza de que practicarían vudú contra los suyos si no obedecía. La obligaron a recorrer varios países de África y llegó a Italia donde fue explotada en varios clubs, hasta que la llevaron a Valencia, de donde se fugó con otras mujeres nigerianas.
En cuanto le quitaron el pasaporte en una de las fronteras, la única opción que tuvo para sobrevivir fue la prostitución, con la amenaza de que practicarían vudú contra los suyos si no obedecía. La obligaron a recorrer varios países de África y llegó a Italia donde fue explotada en varios clubs, hasta que la llevaron a Valencia, de donde se fugó con otras mujeres nigerianas.
Después, las cosas mejoraron, pero las heridas del corazón ya eran demasiado profundas. Estuvo en varios recursos residenciales para mujeres víctimas de trata, aunque no lograba confiar en nadie. No le interesaba aprender el idioma, se sentía incomprendida, preocupada por la situación de sus hijos en su país. Finalmente, conoció a un hombre con quien compartía lengua materna y cultura. Él la hospedó en su casa y ella volvió a quedar embarazada. Luego, empezaron los episodios psicóticos que la devolvieron a las calles, a residir en el albergue municipal y en otros pisos de mujeres "como ella". Los picos de agresividad y su conducta retadora nunca hicieron una convivencia fácil. Por ello, cuando consiguió ingresos estables de una prestación social, tras el nacimiento de Emmanuel, se fue a vivir a una desagradable pensión, sin derecho a cocina. Por lo menos, mantenía su libertad y a su hijo. No necesitaba nada más.
Con el paso de los meses, le diagnosticaron a Emmanuel una enfermedad, la gota que colmó el vaso. Sin la medicación adecuada conllevaba riesgo de muerte. Pero Joy no se fiaba. Su hijo no mostraba signos de debilidad. Y mientras tanto, las alucinaciones y delirios se hacían cada vez más intensos y extravagantes.
El día que Joy se quedó en la calle con su bebé porque había decidido no pagar la pensión donde se alojaba, la policía ya había estado en comunicación con los diferentes organismos de protección de menores y sabían cómo debían actuar. No fue fácil hacer frente a una madre a la que le van a quitar a su hijo más pequeño. Se defendió con uñas y dientes. Un instinto de animal salvaje despertó en su interior.
Aquella noche, varias estrellas del cielo se apagaron por la tristeza ante lo terrible y antinatural del suceso. Un acontecimiento, a su vez, tan necesario para el bienestar de un niño enfermo.
Aquella noche, varias estrellas del cielo se apagaron por la tristeza ante lo terrible y antinatural del suceso. Un acontecimiento, a su vez, tan necesario para el bienestar de un niño enfermo.
Los ojos se me inundaron de lágrimas cuando finalicé la lectura de los informes que me habían enviado. Cuánto dolor. Cuánto sufrimiento generado por otros seres humanos y que continuaba reproduciéndose en otras historias y otras vidas. ¿Cómo combatir la maldad que nace dentro del corazón? ¿Cómo ganar la batalla a ciertas cuestiones culturales sin dañar la sensibilidad de un pueblo?
Aquella misma tarde, recibí a Emmanuel en mi hogar, dentro de un carrito de bebé. Lo miré y me miró. Tenía la cara regordeta, unos ojos enormes, cabello rizado y una piel inusualmente oscura, incluso para un africano. Con una sonrisa, alargó su bracito hacia mí, como dándome la bienvenida a su corta existencia. Era el bebé más bonito que había visto nunca.
Tras las pertinentes indicaciones, Emmanuel y yo nos quedamos a solas. El silencio me pareció más denso que el que habitualmente reinaba en mi casa. Tomé a Emmanuel entre mis brazos inexpertos, mientras él hacía monerías y pedorretas.
¡Cuánta vulnerabilidad! Y cuánta ternura despertaba en mí. Me parecía estar presenciando el mayor milagro de la naturaleza. Me trascendía. E intuía que lo que tenía en mis manos era sagrado.
Entonces, me golpeó la certeza de que mi vida no iba a volver a ser la misma y que, seguramente, cuidar de Emmanuel no sería sencillo. Las heridas de familia se convierten en cicatrices eternas en el alma. No obstante, no a todas las familias les unen lazos de sangre. Por eso, siempre hay oportunidades de salvar infancias rotas.
Tras varias sesiones de carantoñas, cosquillas y cucamonas se quedó dormido, acurrucado en mi pecho y agarrando mi dedo índice tan fuerte que era imposible soltarlo.
Después de las situaciones que había vivido, aún reflejaba inocencia y felicidad. Su madre no lo había hecho nada mal, porque un niño sin apego ni vínculo materno es incapaz de demostrar esa confianza con otra gente.
Contemplé sus manos pequeñas, igual que sus piececillos. Sus largas pestañas. Sus mofletes gorditos. Besé su naricilla. El latido de su corazón palpitaba al mismo compás que el mío. Al principio, rápido y luego, más tranquilo. El calor de su cuerpo frágil. Tan indefenso. Un niño entre tantos otros. Pero no. Diferente. Para el que los sistemas educativos y sociales no estaban preparados. Distinto. Y más allá de las circunstancias, yo era afortunado por eso.
Aquella misma tarde, recibí a Emmanuel en mi hogar, dentro de un carrito de bebé. Lo miré y me miró. Tenía la cara regordeta, unos ojos enormes, cabello rizado y una piel inusualmente oscura, incluso para un africano. Con una sonrisa, alargó su bracito hacia mí, como dándome la bienvenida a su corta existencia. Era el bebé más bonito que había visto nunca.
Tras las pertinentes indicaciones, Emmanuel y yo nos quedamos a solas. El silencio me pareció más denso que el que habitualmente reinaba en mi casa. Tomé a Emmanuel entre mis brazos inexpertos, mientras él hacía monerías y pedorretas.
¡Cuánta vulnerabilidad! Y cuánta ternura despertaba en mí. Me parecía estar presenciando el mayor milagro de la naturaleza. Me trascendía. E intuía que lo que tenía en mis manos era sagrado.
Entonces, me golpeó la certeza de que mi vida no iba a volver a ser la misma y que, seguramente, cuidar de Emmanuel no sería sencillo. Las heridas de familia se convierten en cicatrices eternas en el alma. No obstante, no a todas las familias les unen lazos de sangre. Por eso, siempre hay oportunidades de salvar infancias rotas.
Tras varias sesiones de carantoñas, cosquillas y cucamonas se quedó dormido, acurrucado en mi pecho y agarrando mi dedo índice tan fuerte que era imposible soltarlo.
Después de las situaciones que había vivido, aún reflejaba inocencia y felicidad. Su madre no lo había hecho nada mal, porque un niño sin apego ni vínculo materno es incapaz de demostrar esa confianza con otra gente.
Contemplé sus manos pequeñas, igual que sus piececillos. Sus largas pestañas. Sus mofletes gorditos. Besé su naricilla. El latido de su corazón palpitaba al mismo compás que el mío. Al principio, rápido y luego, más tranquilo. El calor de su cuerpo frágil. Tan indefenso. Un niño entre tantos otros. Pero no. Diferente. Para el que los sistemas educativos y sociales no estaban preparados. Distinto. Y más allá de las circunstancias, yo era afortunado por eso.
Pues como la vida misma.. Y quién sale ganando... El niño o el adulto... Me ha gustado bastante
ResponderEliminarYo creo que salen ganando los dos!!!😍
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