miércoles, 4 de octubre de 2017

Hermano Francisco: hermano universal

Paz y Bien

El verano había acabado. Un sol de otoño se filtraba entre las ramas de los árboles que comenzaban a desnudarse. La tierra se cubría de hojarasca y todo el paisaje quedaba teñido de naranjas y amarillos. Apoyada sobre una roca, lo contemplé mientras me deleitaba con el canto alegre de los jilgueros que por allí anidaban.

De pronto, un crujir de hojas secas se unió al resto de sonidos que emergían de la naturaleza. Vi primero sus pies sucios, calzados por unas sandalias desgastadas. Vestía de hábito y un cordón de tres nudos se balanceaba al ritmo de su paso. Mostraba un semblante sereno y sus ojos brillantes irradiaban paz y una pizca de picardía. Sonrió con la inocencia de un niño al que se le ha pillado en una travesura y abrió sus brazos para acogerme en su abrazo de papá. Sentí el tacto áspero del tejido en mi mejilla y la calidez de su corazón apasionado. Supe entonces, como si la brisa suave me lo revelara en un susurro, que Francisco llevaba mucho tiempo paseando por aquellos lares, esperándome y buscándome.

Caminamos por el bosque. Él me llevaba de la mano de tal modo que hasta las más escarpadas pendientes y los más resbaladizos terrenos, se me hacían fáciles como praderas.

Durante un rato, Francisco permaneció en silencio, sumido en sus pensamientos, seguramente en conversación con el Creador de todo cuanto a nuestro alrededor habitaba y se movía. No me incomodó aquella ausencia de palabras, por el contrario, disfrutaba de la compañía. Como cuando estás con alguien con quien te sobra confianza.

El Hermano de Asís sonreía todo el tiempo y no hay adjetivo para definir esa sonrisa. Después, ¡arrancó a cantar! ¡y lo hizo en francés! ¡Estás loco, Francisco! Por esto y, sobre todo, por tantas otras cosas. ¡Qué libertad la tuya! ¡Qué sencillez! En su canto, me pareció descubrir el alma simple del más pequeñuelo de los hombres.