lunes, 8 de junio de 2020

El hombre que cena conmigo los viernes

"Al final, cabe preguntarse si la casualidad existe de verdad. 
¿Quizá todas las personas con las que nos cruzamos recorren nuestro perímetro con la esperanza incesante de cruzarse con nosotros?"
- En La Delicadeza de David Foenkinos -

Soy un as escuchando conversaciones ajenas. No es por cotilleo, sino por trabajo. Poco importa si la historia es real o ficticia. Mis lectoras y lectores siempre buscan en la contraportada de la revista un buen relato, da igual que sea un drama o una comedia, siempre que sea entretenido y les quite de cabeza sus propios problemas.

Viajando en el metro, en el autobús, sentada en la cafetería o en el banco de un parque; charlando con alguien, escuchando música, haciendo la compra o comiendo en un bar. De todas las situaciones puede surgir algo digno de ser contado. 

Por eso, todos los viernes, ceno en un restaurante. Es mi lugar favorito para conseguir mi dosis de inspiración. En los restaurantes, la gente suele ir acompañada y habla y habla, casi como si olvidaran que están en un lugar público. Sin embargo, me llaman especial atención las parejas que se sientan en una mesa, la una frente a la otra y no se dirigen ni una palabra. Ni una sola palabra. Sólo oyen el ruido de los cubiertos al rozar con el plato y el murmullo generalizado. Me da para preguntarme ¿será que están enfadados? ¿Por qué han venido a cenar entonces? ¿Llevarán tantos años juntos que se han aburrido el uno del otro y salen para rodearse de otras personas y no encontrarse tan solos en su propia compañía? Y me percato de si se miran o no, si se sonríen o no, si meten el tenedor en el plato del otro o no, si beben alcohol o no... Cuando me topo con una de estas parejas, mi crónica suele ser dramática, incluso la convierto en tragedia. Que corra la sangre siempre gusta a los lectores. Lo reconozcamos o no.


Últimamente, opto por un local cerca de mi casa. Barato, comida casera y trato amable. La dueña ya me conoce y me reserva la mesa bajo la escalera, donde me llegan mejor retazos de conversaciones y además, paso desapercibida. Ceno sola. Ya lo dije: estoy trabajando. Cada semana pido un menú diferente. “Lo que me aconseje la casa”. Y doy un trago a mi copa de vino. Eso que no falte. Una copita de vino blanco para acompañar mi soledad.

Antes de que me sirvan, hojeo un libro. Es mi momento de relax. De vez en cuando, levanto la vista y contemplo la estancia y a las personas que han ocupado sus sitios a mi alrededor. Familias, amigas, compañeras de trabajo, cenas de negocios, parejas que recién comienzan, matrimonios consolidados... De todo pasa ante mis ojos. A veces, no hace falta el lenguaje verbal, porque una lágrima cae, una mirada despierta, un abrazo anima, una sonrisa enamora, dos manos se acarician sobre el mantel... Me sirve para hacerme una composición de lugar y trazar las primeras líneas de mi esbozo. Más tarde, mis oídos comienzan a captar también las risas, anécdotas, preocupaciones, peticiones, propuestas de matrimonio o de divorcio, el niño que no quiere comer o que quiere un poco de cada cosa, el cierre de un negocio beneficioso para ambas partes, una solicitud de perdón y una respuesta afirmativa o no... Compruebo que estamos hechas de sonidos y de silencios que desvelan historias. Y empieza a orquestarse todo. Termino mi primera copa de vino y continúo con mi observación participante.

Durante varias semanas seguidas veo al mismo tipo, solo, en la barra. Bebe vino. Blanco, como yo. Pero la copa le dura más. Y únicamente toma una. Luce un sombrero sobre su cabeza y una barba oscura, bien cuidada. Nuestras miradas se cruzan sin quererlo varias veces. Me pregunto qué hace allí. ¿Vendrá todos los días? ¿Quizás quiera ahogar sus penas en alcohol? Difícil con un poco de vino. ¿Cuáles serán sus miedos, sus inquietudes, sus creencias? ¿Qué guardará en la pequeña bandolera que le cuelga del hombro? ¿A qué se dedicará? Imagino que a la pintura. Tiene aspecto de bohemio. Y de no llegar a fin de mes con holgura. Puede que espere a alguien que nunca llega. Puede. Puede que haya salido de trabajar, un viernes por la noche y quiera relajarse un poco antes de encerrarse todo el fin de semana con su mujer y sus tres hijos pequeños. Pero no. Habíamos quedado que era un artista. Los artistas de verdad no tienen un empleo formal ni crean una familia tradicional. Al menos, en mi imaginario.

Una noche algo cambia. Hace calor y el establecimiento ha sacado las mesas fuera. Yo también he cogido posición en la terraza. Mi concentración está dividida entre las explicaciones que una chica joven le da a otra -sobre cómo va a dejar a su novio por estar enganchado al fútbol y no destinarle un tiempo a ella- y enrollar mis espaguetis en la cuchara sin que se escurran, caigan en la salsa y me salpiquen la ropa. Cuando lo veo entrar. El hombre del sombrero. Nos miramos con la simpatía que proporciona la costumbre y sigo a lo mío. Sin embargo, al poco rato, siento una presencia que se acerca a mi mesa y se sienta frente a mí. El hombre del sombrero. Le miro perpleja y me devuelve la mirada, ladino. En ese momento, le traen otro plato de espaguetis y otra copa de vino. Blanco, como la mía.