martes, 24 de diciembre de 2019

Emmanuel

"A los que buscan
aunque no encuentren,
a los que avanzan
aunque se pierdan,
a los que viven
aunque se mueran."
- Mario Benedetti -

Aquel día, víspera de Navidad, comenzó augurando novedades y cambios. El despertador no sonó a la hora indicada, la tostadora no saltó y la caldera decidió que hacía una buena mañana para ducharse con agua fría. Dobby ladraba desde mucho antes de que amaneciera y permaneció nervioso, siguiéndome sin motivo aparente y dando vueltas a mi alrededor. Por si fuera poco, una tormenta huracanada me pilló a medio camino del trabajo y un simple paraguas no fue suficiente para contener su furia. Así que, somnoliento, agitado, helado, mojado y hambriento, llegué al despacho con poca intención de cargar con problemas ajenos. 

Sin embargo, ni siquiera me dio tiempo a verter mi mala baba sobre alguna persona insensata que se atreviera a molestarme desde el otro lado de la mesa. Una llamada cambió mi día, y probablemente mi vida.

Llevaba meses inscrito como familia de acogida, pero nunca había tenido la oportunidad de serlo. Quizás porque priorizaban parejas a personas solas o simplemente, porque no era mi momento. Pero esa mañana de invierno, mi momento llegó con aviso de urgencia y con un nombre muy acorde con las fechas en las que estábamos: Emmanuel. Era un bebé de cuatro meses, de origen senegalés y enfermo, que requería de tratamiento y una serie de cuidados que su madre no le proporcionaba, a quien habían ingresado en una unidad de hospitalización psiquiátrica. Apenas me facilitaron datos de la familia o del menor, pero yo tenía mis contactos... 

La madre de Emmanuel se llamaba Joy, que significa "alegría". Pero Joy había tenido una vida que se podría calificar de muchas maneras, menos como alegre. Era una chica joven. Veintiocho años. Cuatro hijos en Senegal. Dos matrimonios forzados con viejos que la esclavizaban. Mamadou iba a ser su tercer marido. Pero la noche previa a la ceremonia, escapó con la complicidad de su abuela y se marchó con un par de amigos que también soñaban con cruzar el mar y llegar a Europa. De aquella huida, hacía más de cuatro años. Nunca supo si sus compatriotas atisbaron tierra europea. Ella no lo consiguió. No se lo permitieron. Los mismos de siempre. Aquellos cuyas vidas son tan miserables que tienen que convertir la de los demás en infiernos terrenales, en pesadillas reales. Podrían esconderse en rostros diferentes, pero ella los reconoció enseguida.

En cuanto le quitaron el pasaporte en una de las fronteras, la única opción que tuvo para sobrevivir fue la prostitución, con la amenaza de que practicarían vudú contra los suyos si no obedecía. La obligaron a recorrer varios países de África y llegó a Italia donde fue explotada en varios clubs, hasta que la llevaron a Valencia, de donde se fugó con otras mujeres nigerianas.

Después, las cosas mejoraron, pero las heridas del corazón ya eran demasiado profundas. Estuvo en varios recursos residenciales para mujeres víctimas de trata, aunque no lograba confiar en nadie. No le interesaba aprender el idioma, se sentía incomprendida, preocupada por la situación de sus hijos en su país. Finalmente, conoció a un hombre con quien compartía lengua materna y cultura. Él la hospedó en su casa y ella volvió a quedar embarazada. Luego, empezaron los episodios psicóticos que la devolvieron a las calles, a residir en el albergue municipal y en otros pisos de mujeres "como ella". Los picos de agresividad y su conducta retadora nunca hicieron una convivencia fácil. Por ello, cuando consiguió ingresos estables de una prestación social, tras el nacimiento de Emmanuel, se fue a vivir a una desagradable pensión, sin derecho a cocina. Por lo menos, mantenía su libertad y a su hijo. No necesitaba nada más.

Con el paso de los meses, le diagnosticaron a Emmanuel una enfermedad, la gota que colmó el vaso. Sin la medicación adecuada conllevaba riesgo de muerte. Pero Joy no se fiaba. Su hijo no mostraba signos de debilidad. Y mientras tanto, las alucinaciones y delirios se hacían cada vez más intensos y extravagantes. 

El día que Joy se quedó en la calle con su bebé porque había decidido no pagar la pensión donde se alojaba, la policía ya había estado en comunicación con los diferentes organismos de protección de menores y sabían cómo debían actuar. No fue fácil hacer frente a una madre a la que le van a quitar a su hijo más pequeño. Se defendió con uñas y dientes. Un instinto de animal salvaje despertó en su interior.

Aquella noche, varias estrellas del cielo se apagaron por la tristeza ante lo terrible y antinatural del suceso. Un acontecimiento, a su vez, tan necesario para el bienestar de un niño enfermo.

Los ojos se me inundaron de lágrimas cuando finalicé la lectura de los informes que me habían enviado. Cuánto dolor. Cuánto sufrimiento generado por otros seres humanos y que continuaba reproduciéndose en otras historias y otras vidas. ¿Cómo combatir la maldad que nace dentro del corazón? ¿Cómo ganar la batalla a ciertas cuestiones culturales sin dañar la sensibilidad de un pueblo?

jueves, 31 de octubre de 2019

El señor de las noches

"Henos aquí. Igual que en las grandes historias Sr. Frodo, las que realmente importan,
llenas de oscuridad y de constantes peligros, esas de las que no quieres saber el final, porque ¿cómo van a acabar bien? ¿Cómo volverá el mundo a ser lo que era después de tanta maldad como ha sufrido?
Pero al final, todo es pasajero. Como esta sombra. Incluso la oscuridad se acaba para dar el paso a un nuevo día, y cuando el sol brilla, brilla más radiante aún. Esas son las historias que llenan el corazón, porque tienen mucho sentido, AUN CUANDO ERES DEMASIADO PEQUEÑO PARA ENTENDERLAS"
- Sam en 'Las Dos Torres' -


Era noche cerrada y una densa niebla desdibujaba los contornos. Había llovido y hacía frío. Mi aliento dejaba estelas de vapor en la bruma. La calle se hallaba desierta y el silbido del viento acompañado por el parpadeo constante de las farolas había sembrado en mí una inquietud. Respiraba con dificultad. La ansiedad me oprimía el pecho. En medio de aquel silencio aterrador, envenenado de una soledad marchita, se oía el eco de mis pasos inciertos, apresurados, y el crujir de la hojarasca bajo mis pies. La puerta del templo se encontraba sellada, velando el descanso de los clérigos y un viejo postigo golpeaba el cristal de una de las ventanas con vehemencia.

Sabía que no estaba sola. Era la hora de los fantasmas. Esos que te observan desde la oscuridad para asaltarte, devorarte y recordarte lo vulnerable que eres.

Entonces, la vi. Al principio, una llamita tenue que se hacía más vigorosa conforme me aproximaba. Debía ser la única hoguera encendida en toda la ciudad. De hecho, ni siquiera estaba segura de que estuviera permitido encender una fogata en plena acera, aunque estuviera en la periferia.

Él estaba junto al fuego. Cuidaba de que no se apagase, echando más ramas secas de vez en cuando. No me asustó su tosca presencia, porque todo en él transpiraba bondad. Sonreía como un niño que todavía no ha recibido una herida y, sin embargo, todo en aquel hombre parecía herido.

Vestía de sayal y se protegía de la humedad con una capa de lana de cordero. Pies descalzos y manos encalladas. El rostro era moreno, rugoso, marcado, como el de alguien que se ha expuesto al sol por demasiado tiempo. Me miraba. Y en su mirada, me encontraba inocente de nuevo. Con un gesto, me invitó a sentarme a su lado. No sé por qué intuía que él deseaba que yo estuviera allí, cerquita suya, como la niña de sus ojos. Y era imposible tenerlo tan próximo y resistir el impulso de abrazarle. Olía a incienso y mirra. Su abrazo era hogar y refugio seguro.

El semblante del hombre irradiaba una ternura infinita, una pureza eterna. Acarició mi mejilla con su tacto áspero, pero yo la acogí como la caricia más suave, cálida y sincera. Y su alegría serena era contagiosa. Por eso era tan bello. No podía dejar de contemplarle.

Hablaba con paz, narraba historias y contaba chistes como nadie. Su risa era la carcajada clara y espontánea de quien tiene un corazón simple. No había engaño en su boca. Quizás por eso, después de un rato, el temor se había esfumado. Podía confiar.

domingo, 29 de septiembre de 2019

Un oasis al sur de India


India huele fuerte todo el tiempo. A especias, especialmente a curry. Y a algo más que está en el ambiente y se te pega en la piel, en la ropa y acaba metido en la maleta.

India es diversidad religiosa y los múltiples templos. Es Gandhi. Las fortalezas de piedra roja construidas para defender las ciudades. La historia de los mongoles por el subcontinente indio. Es la contaminación acústica y la polución producida por el tráfico. Es un caos de coches, motos y tuc-tucs esquivando baches. ¡Toda una aventura más que recomendable montarse en un rickshaw de pedales en Varanasi!

India son los vendedores ambulantes, la malicia en el regateo, las anécdotas que recuerdas con  humor, el picante, las calles inundadas de gente, las vacas sagradas, los monos, los barracones convertidos en viviendas, los aseos matutinos en medio de las aceras, los dentistas callejeros de dudosa competencia, la elegancia de las indias con sus saris, indios sentados de cuclillas apoyando los talones como si fuese sencillo, ese color de piel tan bonito... sobre todo al sur, más negro y aceitunado.

India es el agobio de pasear por sus calles estrechas entre el calor,  la humedad, el gentío, las miradas de los lugareños y la suciedad. India son las esperpénticas leyendas hinduístas, el sistema de castas y las bodas concertadas, aunque ya no estén tan de moda.

No obstante, India es mucho más que los edificios británicos en perpetua decadencia de Delhi o la ciudad rosa, el paseo en elefante y los palacios de maharajás de Jaipur. India es más que el espléndido Taj Mahal ante el que te quedas hipnotizada... Pero sí es la pobreza del orfanato para niñ@s con discapacidad que las Misioneras de la Caridad tienen en Agra, donde también hay un centro para personas con problemas de salud mental. India es su "namasté" entre risas y su gratitud por una caricia.
La belleza no es un lugar. La belleza es GENTE.
Yo diría que India es Varanasi/Benarés, su centro espiritual. Todo se mueve y palpita con mucha intensidad allí. El río Ganges, los bañistas y sus rituales, las cremaciones, los santones, la miseria... es una ciudad que parece recoger toda India, algo que no puede explicarse a través de las palabras o las fotografías. Varanasi es difícil de vivir, pero impresionante. Al menos para el turista que al final del día tiene un hotel donde descansar.

India no es fácil, pero no puede existir un país más interesante a nivel de pluralidad cultural.


Sabiendo como sé que viajar por viajar no es lo mío y el turismo por el turismo me deja indiferente, aproveché esta oportunidad por un único motivo: la Fundación Vicente Ferrer.

domingo, 4 de agosto de 2019

El ángel del tercer grado

Conocí a Manuel por correspondencia. Me lo pidieron como favor y acepté por sentir que hacía una obra de caridad. No tenía ni idea.

Al principio, me costaba rellenar un folio con anécdotas sin importancia y preguntas protocolarias, pero poco a poco, me fui animando. Le escribía acerca de mis aficiones y sueños, sobre mi familia, el trabajo, mi forma de pensar y de ver el mundo. Pronto, aquel desconocido de caligrafía elegante y precisa se convirtió en un amigo íntimo, sin apenas advertirlo. Me habían avisado: Manu era muy especial.

Me contestaba siempre, dándome sabios consejos desde esa humildad de quien se sabe indigno para intervenir de manera alguna en la vida de los demás. Según me contaba, antes de quedarse en la calle y dormir en las aceras de Madrid, Barcelona o París, vivió en Marruecos y Pakistán en un tiempo que no recordaba. Hacía diez años había sufrido un accidente que le había dejado amnésico y solo en el mundo. Hablar sobre ese pasado que únicamente podía imaginar a través de flashes y momentos inconexos que iluminaban su mente de repente le hacía sufrir. Lo sabía por las señales de sus lágrimas en el papel. No quise hurgar en la herida y preguntarle más, pero era consciente del dolor que esa incertidumbre le causaba.

Por aquella época, Manu estaba en prisión y allí dentro se dedicaba a enseñar a otros presos a escribir o dibujar. Él mismo realizaba retratos de sus vecinos de celda y de las instalaciones del centro penitenciario. A menudo, me enviaba alguna de sus pinturas y podía adentrarme, a través de sus ojos, en la vida de aquellos tristes prisioneros.

Siempre finalizaba sus cartas con un agradecimiento y el deseo de conocernos en persona algún día. Sin embargo, a mí me gustaba así, a distancia. Me gustaba imaginármelo, que su presencia física no me afectara para trabar una amistad profunda. Disfrutaba de esa relación mágica creada a través del papel y la tinta. Quizás fuera cobardía y esa paz perezosa de no tener que implicarse en exceso con alguien. Ignoraba que los anhelos de Manuel eran órdenes para un destino aburrido de castigarle injustamente y no poder vencerle.

martes, 16 de julio de 2019

ASÍS, lugar de encuentro


Este verano, del 1 al 5 de julio, una pequeña representación de la familia misionera que se consolidó en Colombia el año pasado, nos reencontramos en Asís como agradecimiento al Señor por todo lo vivido y con la conciencia plena de continuar la misión desde la oración y la propia vida. ¡Qué mejor lugar para hacerlo que la tierra de Francisco y Clara, quienes han sido el nexo común de tod@s nosotr@s! 

Desde el primer momento, percibí que Asís es un lugar de encuentro y comunión de toda clase de personas de diferentes países y no sólo por las que estaban allí físicamente, sino por las que llevábamos en nuestros corazones para pedirles a l@s sant@s que intercedieran por todas ellas. Y de algún modo, el resto de misioner@s, hermanos y hermanas de Colombia también estaban allí, abrazad@s por el papá y la mamá de la familia franciscana.

O no sé, puede que estuviera muy sugestionada por la ilusión de estar en Asís (¡por fin!) y conocer los lugares por los que paseó el Poverello, que tan bien me fueron explicando mis amig@s y compañer@s de viaje, Javi y Marielo. 

Veía a Francisco ascendiendo por las empinadas cuestas de la ciudad, en la plaza donde reconoció a Dios como su único Padre, durmiendo en las pequeñas celdas de Rivotorto y orando en la Porciúncula. Lo veía en los frailes que iban y venían por la explanada del Sacro Convento o cantaban vísperas en comunidad. Lo vi claramente en San Damián, la primera vez que entró en esa ermita derruida, cómo ante el crucifijo sintió una llamada concreta y por donde, al final de su vida, se inspiró el Cántico de las Criaturas... Y en los caminos de las afueras, donde el sol parecía brillar más que nunca y el canto de los pájaros estaba en perfecta sintonía con su alrededor; en el encuentro con el leproso o en sus búsquedas de soledad y silencio. Me atrevía a imaginar qué pensaría y sentiría el joven Francisco poco tiempo después de su conversión o más adelante, cuando eran tantos y tantos... Y creo que descubrir la enorme belleza de estos sitios me ha unido un poquito más a él y ha nacido en mí un deseo mayor por vivir el Evangelio de su mano.

domingo, 23 de junio de 2019

Hija del mal

Si aquella mujer no hubiera sido buena conmigo ni hubiera tenido ese gesto de ternura, probablemente no estaría aquí...
Pintura de Lita Cabellut
Eran las tres de la madrugada y esa noche me había metido toda la mierda que había podido conseguir a cambio de todo tipo de favores. No tenía un duro y no me apetecía regresar al centro de menores en esas condiciones. Tampoco habría podido dar un paso más. Me refugié en un cajero que descubrí bajo unos soportales. Tenía frío, a pesar de estar en el mes de julio y me abracé con mis propios brazos, pretendiendo abrigarme. Cerré los ojos.

Había pasado los últimos cuatro años de mi vida en diferentes centros de acogida. Me escapaba siempre. La banda era el único vínculo emocional que había logrado mantener. No era lo mejor del mundo, pero era un lugar donde me sentía querida y considerada. Había tenido que pasar por el aro en varias ocasiones en la que establecieron medidas judiciales por robos, escándalos y trapicheos, pero había merecido la pena por ganarme la pertenencia al grupo. O eso creía.

La policía nunca me localizaba cuando me piraba. Había llegado a pensar que, en el fondo, no les interesaba hacerlo. Volvería a huir y lo sabían. Era como un dolor de cabeza continuo para las profesionales que debían cuidar de mí. "Deber". Cuánto rechazo me producía esa palabra.

Mi madre nunca cumplió con el suyo, con su deber, conmigo. Mucho menos mi padre, que nos abandonó en cuanto supo de mi nacimiento. Después, me quedé sola, porque la mujer que me dio a luz decidió emigrar a España en busca de otra vida, sin violencia ni abusos. Había cumplido dieciocho primaveras y yo apenas compartí con ella un invierno.

Durante una década, todo con lo que había estado cargando mi madre, cayó sobre mí como una losa. Aprendí lo qué es la violencia ejercida dentro de la propia familia y que no podía confiar en nadie. También aprendí a sobrevivir y a defenderme.

A los diez años, me obligaron a cruzar el charco para reencontrarme con aquella desconocida que me había parido y me reclamaba. Quizás, pretendía que fuéramos una familia feliz: ella, yo... y mis dos hermanastros sin padre, a los que debía querer y atender. 

No lo hice nunca.

No duré ni año y medio en mi nuevo hogar. Cuando la situación se hizo insoportable, aquella extraña cedió mi guarda y custodia a los organismos competentes. A veces, pasábamos ratos juntas. Salía de los centros sin ser vista y esperaba en el portal a que ella llegara de dejar a sus otros hijos en la escuela. Me portaba bien. Hacía la comida y arreglaba la casa, pero siempre me terminaba echando. Supe que jamás me querría. Y no la culpo. Tal vez, deseaba que me encontraran muerta para que dejase de ser un problema.
Pintura de Pedro (González) Alonso

sábado, 25 de mayo de 2019

Derecho a la melancolía

Lo reivindico desde una serenidad plena. 

El derecho a la melancolía. El derecho al fracaso. El derecho a la ignorancia. El derecho a no poder, no saber y no tener. El derecho a la soledad. El derecho a la espera. El derecho al silencio. El derecho a la fealdad. El derecho a la diferencia. El derecho a la imperfección. 

Y frente a estos derechos, las tiranías modernas del bienestar y la euforia; del éxito, del conocimiento, de la omnipotencia, la omnisciencia y la opulencia; de la popularidad y la diversión; de la inmediatez, del bullicio, la imagen, la trivialidad y de la perfección.
La sociedad líquida

Últimamente, no estoy en mi mejor momento. No obstante, mirando cómo me encontraba en años anteriores, se repite y no es extraño: estamos a finales de mayo y necesito unas vacaciones con urgencia. Desfogar toda la tensión acumulada, consecuencia de la responsabilidad que me acarrea el trabajo social... Descansar. 

Además, influyen las preocupaciones por los cambios laborales, la incertidumbre (y la pereza) de las próximas oposiciones, más las situaciones personales y familiares. Soy consciente de dónde viene mi malestar y sí, estoy triste. ¿Y qué? No se acaba el mundo. ¿Quién no lo está de vez en cuando? ¿Quién no ha perdido el apetito sueño por algunas complicaciones de la vida?

"¿Se puede vivir llevando nuestra porción de noche? Sin duda. ¿Se puede aprender a cantar también en las horas sombrías? Creo que sí. Probablemente con melodías más tranquilas, pero igualmente hermosas. ¿Se puede mantener la perspectiva para percibir el propio lugar en el mundo como un lugar bueno, también cuando una se encuentra más desubicada, más herida, más incómoda? También diría que sí."*

Es verdad que existe en mí cierta tendencia a la melancolía y déficits de serotonina difíciles de estabilizar. Pero más allá de eso, hasta que no le puse nombre, lo estaba viviendo con mucho más pesar porque, quieres estar bien (¿y debes?), por ti y por las personas de tu alrededor, pero no puedes. Cargar con la dictadura del "estar bien siempre" o, al menos parecerlo, resulta agotador. No significa que sea una persona infeliz. Creo que la felicidad es "algo" (¿una decisión? ¿un don?) más profundo, suave y cotidiano. ¡Desde luego que soy feliz! Me siento agradecida por todo muchísimas cosas.

martes, 30 de abril de 2019

El príncipe maldito

Algunos decían que se trataba de un príncipe desahuciado de origen oriental, otros afirmaban que era un loco, un borracho, que se refugiaba allí de sus fantasmas. Mis amigas creían que era un muchacho normal con demasiados problemas en casa para aguantar en ella por más tiempo. Pero para mí, era una aparición divina, un ángel que se había perdido y deambulaba sin rumbo, sin saber qué hacer o adónde ir.

Hacía tiempo que le contemplábamos al anochecer, mientras paseaba por la orilla de la playa. Dedicaba unos minutos a recoger caracolas y trazar dibujos en la arena para, a continuación, dirigirse a un viejo caserón abandonado, cerca de los acantilados. Era un edificio enorme, pero la mayor parte había quedado reducida a escombros por un incendio ocurrido décadas atrás.

En la sala de estar, podíamos ver un majestuoso piano de cola que esperaba a esas noches estivales, para ser tocado de nuevo. El joven misterioso posaba sus delicadas manos suavemente sobre el teclado y sus dedos comenzaban a bailar formando melodías extraordinarias. Al menos, lo eran para mí. Mis amigas se marchaban antes de que terminase el recital.

Entonces, llegaba ese momento mágico que nunca quise compartir con nadie. Aquella criatura escapada de las antiguas fábulas hindúes, pasaba a la habitación contigua, en penumbra, encendía varias varillas de incienso e iniciaba un hipnótico ritual con cánticos y asanas. 

Una sofocante noche de verano, desperté empapada en sudor frío y con el fantasma de un grito en mi garganta. Había tenido pesadillas. Me hallaba en esa extraña situación entre el sueño y la vigilia, cuando me di cuenta de que no estaba en mi habitación. Me encontraba en el jardín de la mansión abandonada, junto a la ventana desde donde espiaba al estrafalario emir. ¿Cómo no me había espabilado antes? 

Intenté levantarme del suelo de piedra, con la intención de volver a mi cuarto y refugiarme bajo las sábanas. Sin embargo, mi aturdimiento y algo que se deslizaba entre los matorrales, me dejaron paralizada durante una fracción de segundo. Dos grandes ojos amarillos me contemplaban sin pestañear desde la selvática negrura que rodeaba la casa. Por un instante, el susto me impidió razonar y quise echar a correr, pero enseguida oí maullar a ese maligno espectro de pelaje cobrizo y unas enormes manos lo alzaron del suelo. Comprendí que mi menor problema era un gato chivato que me enseñaba los colmillos y se relamía con sorna.

jueves, 28 de febrero de 2019

Capullolandia, un lugar donde (sobre)vivir

Érase una vez, en un reino no muy lejano llamado Capullolandia, bajo el lema de lo políticamente correcto, cada capull@ hacía lo que le daba la gana, siempre precedid@ por palabrería de alta gama que escondía valores no tan altos.

Gustaba a la ciudadanía capullina que se le dorara la píldora y se le palmease la espalda delante de multitudes. Era costumbre en l@s habitantes, denostar a otr@s, seguramente no tan capull@s y despreciarles por su origen, profesión, físico o aficiones, siempre quedando por encima, casi siempre a escondidas y entre el gentío.

Como en los otros reinos de la imbecilidad universal, en Capullolandia se gobernaba desde una dictadura invisibilizada, disfrazada de democracia.

jueves, 3 de enero de 2019

Síndrome de caballero

Todos los días sale el sol cuando se duerme bajo techo. Aunque hoy el día se ha levantado perezoso y la lluvia fina, mansa, da un aire melancólico al paisaje. Pero no le importa. Hoy comienza un nuevo año y está decidido a empezarlo con buen pie. Apenas ha conciliado el sueño debido a los nervios por lo que va a vivir en las próximas horas. Se siente eufórico. 

Ella duerme a su lado. La observa. Su respiración es pausada. Su cabello ensortijado oculta su rostro marcado por el tiempo y la desdicha. No encuentra belleza en sus rasgos, pero no le importa. Ha aprendido a valorar otros aspectos como la compañía, la comprensión y el cariño mutuo. No la conoce desde hace mucho, pero sospecha que es una pobre mujer que ha sufrido demasiado. Por eso hoy, le va a compensar por todo.

Se ducha con calma, saboreando la plácida sensación del agua caliente recorriéndole la piel. De pronto, escucha gritos y se imagina lo que ha sucedido. El dueño del piso la ha descubierto en su habitación y le recrimina que esté allí, se lo prohíbe. Sabe que tiene razón, que es el trato acordado. Exige que se larguen. ¡Qué desconsiderado! ¡Qué poca humanidad! Él no puede soportar esa falta de cortesía y le pega un puñetazo. Cree que le ha roto la nariz, pero no esperan a que llegue la policía para corroborarlo. Recogen sus escasas pertenencias y se piran. Nada ni nadie va a amargar su felicidad.

Le acompaña a la casa de baños para que se asee. Le ha comprado un vestido digno de una princesa. Cuando sale vestida y con una sonrisa enorme, se desencanta un poco. Había imaginado que le quedaría mejor. Pero ella le besa en los labios y lo amortiza. 

La conduce hasta el mejor hotel de la ciudad. Hace semanas reservó allí la suite principal con todo incluido. Cualquiera que los vea entrar con ese talante distinguido, puede pensar que son un matrimonio de la alta sociedad. Tras un suculento desayuno como nunca antes habían probado, él esnifa unas rayas de delicioso polvo blanco para continuar a tope, mientras ella entra en el jacuzzi. 

Entonces, algo falla de repente. Se ahoga, apenas puede controlar sus movimientos, un sudor frío le impregna la piel. Necesita salir del cuarto. Se dirige a la puerta a trompicones. Le parece oír la voz de ella como un eco lejano. Consigue llegar a la planta baja. Algunas personas le rodean y le hablan. Las piernas le flaquean y se derrumba en el suelo. Luego, se cierne sobre él una inmensa oscuridad.