miércoles, 8 de marzo de 2023

Oda a las peregrinas

Lleva equipaje ligero.
Un hatillo lleno de nombres,
mil rostros en el recuerdo
y proyectos infinitos para el camino.

Echa la vista atrás y mira:
los obstáculos sorteados,
las cuerdas rasgadas que ataron sus tobillos,
las pieles bajo las que se camufló,
las personas a las que decidió no imitar ni seguir
y otras rutas que renunció a recorrer.

El dolor que implica
el crecimiento,
la libertad,
curar las heridas
y poner nombre a la propia fragilidad.

El valor que exige
vencer los miedos,
decir que no,
decir que sí
-sobre todo a las personas cercanas-,
dejar de dar explicaciones,
seguir al corazón frente a lo socialmente aceptable,
enfrentarse a los mensajes negativos que, con malicia o sin ella,
llegan desde fuera para convencer de la ausencia de capacidad,
para cambiar la dirección, para bloquear los sueños.

Aprender -siempre-
que agradecer los dones no es soberbia
sino autoestima,
y que no todas las luchas son violentas,
aunque conlleven conflicto.

Perdonar -primero a una misma-
los errores,
las exigencias,
los cuchillos envueltos en palabras
o en intenciones,
la incomprensión...
porque no hay comunidad humana perfecta,
sino diálogo, paciencia, amor, confianza.

Aceptar 
que donde hay humanidad, hay límites.
Ella no desea competir, sino cooperar
y disfrutar del paisaje en buena compañía.

Y vio su reflejo en los charcos
y asustada rechazó volver a mirarse,
hasta que se limpió las pestañas
del barro y sus legañas.
Y tuvo que quererse así:
más real que ideal.
Menos de piedra y más de piel.

En muchos momentos se sintió perdida, a pesar de ir acompañada,
y se equivocó cuando sola se encontraba.
No supo descifrar los mapas,
ni leer su próximo destino en las estrellas.
Cayó en arenas movedizas (y no pasó nada),
la engañaron los bucólicos espejismos en medio del desierto (y tampoco ocurrió ninguna tragedia)
y fue capaz de salir, levantarse, buscarse y continuar el viaje,
identificando los nuevos terrenos, a partir de la experiencia;
reconociendo los pozos de Sicar
y las piedras ungidas.

Ahora, cuando se observa,
se asombra de su paso firme -a veces, aún vacilante-,
a pesar de ir descalza;
su sonrisa fresca y sincera,
más allá de la ira y las lágrimas;
sus manos vacías,
pero el corazón contento;
y su mirada agradecida
por todo lo vivido.

Todavía con grilletes invisibles,
heridas abiertas,
preguntas sin respuesta,
dudas,
incertidumbres,
nostalgias,
contradicciones,
inseguridades pendientes.

Camina y no se detiene.
Un paso,
dos,
tres...
A su ritmo.