lunes, 6 de enero de 2020

César y sus ojos color mar

"Puede ser que una vez/ en un desvelo
descubramos que el mundo es una fiesta
y encontremos al fin
esa respuesta que desde siempre
nos esconde el cielo.
Puede ser que una noche / en algún vuelo
ganemos sin querer alguna apuesta
y advirtamos que un alma está dispuesta
a servirnos de paz y de consuelo.
Puede ser que el transcurso de los años
nos vaya proponiendo otra corriente
dejándonos con suerte y sin extraños
y aunque en la piel nos queden cicatrices
desde el viejo pasado hasta el presente
puede ser que logremos ser felices."
 - Mario Benedetti - 

Dicen que los Magos de Oriente son los hombres más sabios de la tierra. Conocen los corazones, los deseos e incertidumbres que encierran. Incluso, cuando se ha perdido la fe y la inocencia no escribe su carta, ellos se deslizan por los balcones, dejando a cada persona, un regalo diferente y secreto.

Aquella mañana del seis de enero, amaneció entre un mar de niebla baja. La escarcha cubría las aceras, el césped y los coches de fino cristal. Desde mi ventana, contemplé aquel paisaje solitario. Era temprano y no había nadie en la calle todavía. O sí. Algo se movía bajo un árbol, en la hierba. Entorné la mirada. No podía ser cierto. Un hombre envuelto en un saco de dormir. No lo pensé dos veces y salí a su encuentro con un termo de café y un bocadillo.

Sólo le vi la mitad del rostro: un ojo azul, medio bigote rubio y un poco de flequillo alborotado sobre la frente. El resto se hallaba oculto bajo el saco. Ante mi absurda pregunta de qué hacía allí, me respondió que tenía sueño. Fue cordial y agradecido, pero me dio la sensación de que le estaba molestando.

Estuve toda la mañana escudriñando desde mi ventana cual “vieja del visillo”. Saqué al perro y la basura con los envoltorios de los regalos que, con mi familia, habíamos abierto unas horas antes… Nada, no se movía. Hasta que se desperezó, más allá del mediodía. Se levantó, se sacudió el entumecimiento, estiró las piernas y estuvo caminando dando vueltas de un lado a otro. Luego, sacó de su mochila el bocadillo que le había entregado.

¡Era mi oportunidad! Salí de casa y me senté junto a él en un banco. Me saludó y le pegó otro mordisco al pan. Refirió que estaba rico. Le pregunté si podía ayudarle con algo más o si quería que llamara a alguien que lo recogiera, pero me dijo que no, que él se apañaba. Se llamaba César. Llevaba diez años en la calle. La primera noche, pensó que sería temporal. Ahora ya, era una costumbre. Su novia de entonces le había echado de casa y no tenía más familia, ni empleo, ni dinero. “A pesar de eso, no le guardo rencor, sólo recuerdo las cosas buenas. Yo la quise mucho. Y supongo que ella también a mí, a su manera”, soltó sin darse importancia.

Desprendía luz. Como la mayoría de personas humildes que lo han perdido todo y han hecho de las aceras su morada y su colchón. De ésas que hacen bien al corazón, aunque lo desconozcan y una misma no acierte a comprender el porqué. Era de trato afable y considerado.

Hacía tres días que no comía y vagabundeaba de aquí para allá. Estaba de duelo. Había perdido a su compañera de batallas. Su perrita murió en la calle bajo la atenta mirada de la luna. Le ofrecí una medallita de San Francisco de Asís, de las que suelo llevar unas cuantas para dar a quien me surja. Le dije que Francisco era el patrón de los animales, que cuidaría de su perrita y también de él. Le dio un beso y se la guardó. Luego me sonrió. La sonrisa de un niño. “Gracias”, pensé.