Hoy he conocido la magia de mi ciudad. Veinte años viviendo en ella y apenas había intuido el secreto que encierra.
¿Alguna vez habéis paseado a primera hora de la mañana descubriendo los entresijos y laberintos de aceras y alfalto? Es entonces, -la ciudad despierta- cuando muestra en todo su esplendor los misterios desconocidos por los dormidos. Sus calles desiertas huelen a frío, a brisa... a los pasos recorridos por campesinos y señores a lo largo de la historia, a los besos prohibidos en lúgubres esquinas. Antes de que los comercios levanten sus persianas, la soledad te coge de la mano y te empuja por callejones oscuros con toques hippilonguis y ambientes especiados.
Hoy, el Rincón del Caballo Blanco era un espejismo de sol y silencio, apenas perturbado por paseantes de perros. Desde allí arriba he podido contemplar sin prisas toda la ciudad amurallada. A lo lejos, un ejército de amenazantes nubes negras enviaba ese aliento mensajero de sombrías intenciones a los árboles inquietos. Los montes de los alrededores parecían querer huir de la tormenta sin éxito. Humo y roca quedaban fusionados en una única frontera, en el límite que une cielo y tierra.
Después, mis pasos me condujeron hasta la Catedral, en un alto, presidiendo la capital norteña. Calles que bajan a lo mundano, empapadas por los primeros servicios municipales. Carteles y símbolos independentistas en los balcones que son parte de la cultura popular, me acompañaron en el descenso.
Al llegar al llano empedrado, personas con vidas estresadas salían a la calle hacia destinos desconocidos. Un muchacho de mirada melancólica y sonrisa oxidada, tocaba el acordeón, inundando con el aroma de la música la atmósfera muda.
La ciudad, al alba, muestra su verdadera cara, no contaminada por el gentío ni el bullicio.
Hoy, Pamplona me ha contado secretos que esconde a media mañana y disfraza por las noches... de luces y sombras.