jueves, 29 de agosto de 2019

Juana Jugan: humilde para amar

"Porque el mundo no siempre es un obstáculo para orar por el mundo. Si algunas deben abandonarlo para encontrarlo y alzarlo hacia el cielo, otras deben sumirse en él para alzarse, con él, al mismo cielo... Envueltas de barro, abrasadas por tu espíritu, unidas a todas, unidas a Ti." - Madeleine Delbrêl, trabajadora social, mística cristiana y poeta.

"Amen mucho al buen Dios. ¡Es tan bueno! Todo por Él, hagan todo por amor"

Juana se despierta temprano. Como cada día. Y se viste con el áspero hábito desgastado, mientras sus labios recitan una oración en silencio. Atrás quedaron los días de aventura, de abrir nuevas casas donde amar a las personas mayores más pobres, de curar las heridas que la experiencia y las circunstancias han infringido en ellas, de encender una luz en medio de una soledad que amenazaba con arrugarles algo más que la piel. De acompañar su último y definitivo viaje.

Atrás quedó la cercanía de cuando sólo eran tres o cuatro compañeras. Ahora cientos de hermanitas se dedican a la oración y al cuidado, asumiendo ese cuarto voto de hospitalidad, traducido en acogida y gratuidad infinitas. Ahora ella también es mayor y aunque cansada, siente que todavía puede hacer un esfuerzo más.

Los últimos veinte años los ha pasado en La Tour Saint Joseph, la casa madre y noviciado. Antes, había sido la encargada de mendigar casa por casa para cubrir las necesidades de las personas que atienden. Todo fue idea del padre Le Pailleur, un sacerdote que las apoyó al principio, pero que más tarde quiso relegarla de sus responsabilidades como fundadora y nombró a una Madre General mucho más joven, que pudo manejar a su antojo y así figurar como el creador de la nueva congregación. Juana todavía siente como la mira con desdén cuando llega de visita, pero no se lo tiene en cuenta ni le guarda rencor. Ya le dijo todo lo que le tenía que decir

Sale de la habitación con paso lento y enseguida siente una presencia a su lado. Es una de las novicias, sor Celina, quien le agarra del brazo y la ayuda a caminar hasta la tribuna, en una esquina, donde a ella le gusta sentarse para rezar. Le sonríe agradecida. Echa de menos el trato con las ancianas pobres, pero acepta con verdadero afecto la compañía de las jóvenes novicias. Le agrada contarles sobre los inicios y darles consejos. 


Cuando finaliza la oración de la mañana, Juana todavía se queda un rato más en contemplación. Le alegra saber que más allá del tiempo o de las situaciones vividas, Dios sigue siendo el mismo. El mismo que le sostuvo cuando tuvo que dejar a su familia para emplearse en otro lugar, el mismo que instauró en su corazón la promesa de una vocación diferente, por la que rechazó insistentes propuestas de matrimonio; el mismo que le había dado la fortaleza de salir a pedir para sus pobres el pan de cada día, aunque más de una vez recibiera gritos, golpes e insultos. El mismo Dios que le impulsó aquella noche de invierno a ceder su cama para una anciana mendiga y ciega, siendo aquello un punto de inflexión en su vida. Recordaba ese día con nitidez, así cómo las emociones que le invadieron.

Saint-Servan era un pueblo pesquero cuyas callejuelas aún arrastraban el aliento de la revolución y los grises edificios sudaban humedad y salitre. Aquel día llovía a mares y el frío calaba los huesos. Juana era entonces una mujer recia, de buen porte y mirada transparente, con el típico carácter duro de las bretonas. Volvía a la casa que compartía con una buena compañera, tras todo el día sirviendo en diferentes familias acomodadas.

Poco antes de llegar a su destino, bajo uno de los arcos cercanos al puerto, Juana se cruzó con Ana. La anciana ciega ejercía la mendicidad porque ya no se podía dedicar a otra cosa. 

- Pero Ana... ¿qué hace aquí a estas horas?- la saludó Juana- ¡Arriba! Que va a coger un constipado. La acompaño a casa- la animó, ayudándola a levantarse.

Entonces lo sintió. No sabría explicarlo con palabras. Pero fue la certeza plena que durante tantos años había estado esperando. “Es ahora”. Ya no podía seguir socorriendo a pobres y enfermas de forma puntual. Tenía que ser su hermana. Muchas veces había divagado sobre dejarlo todo e irse a vivir a las calles y caminos, pero la llamada fue otra: ella les daría un hogar de verdad y compartiría su pobreza, pero dotándola de dignidad. Y así como lo sintió, lo decidió. Y se llevó a Ana a su casa.