"Porque el mundo no siempre es un obstáculo para orar por el mundo. Si algunas deben abandonarlo para encontrarlo y alzarlo hacia el cielo, otras deben sumirse en él para alzarse, con él, al mismo cielo... Envueltas de barro, abrasadas por tu espíritu, unidas a todas, unidas a Ti." - Madeleine Delbrêl, trabajadora social, mística cristiana y poeta.
"Amen mucho al buen Dios. ¡Es tan bueno! Todo por Él, hagan todo por amor" |
Juana se despierta temprano.
Como cada día. Y se viste con el áspero hábito desgastado,
mientras sus labios recitan una oración en silencio. Atrás quedaron
los días de aventura, de abrir nuevas casas donde amar a las
personas mayores más pobres, de curar las heridas que la experiencia
y las circunstancias han infringido en ellas, de encender una luz en
medio de una soledad que amenazaba con arrugarles algo más que la
piel. De acompañar su último y definitivo viaje.
Atrás quedó la cercanía
de cuando sólo eran tres o cuatro compañeras. Ahora cientos de
hermanitas se dedican a la oración y al cuidado, asumiendo ese
cuarto voto de hospitalidad, traducido en acogida y gratuidad
infinitas. Ahora ella también es mayor y aunque cansada, siente que
todavía puede hacer un esfuerzo más.
Los últimos veinte años los
ha pasado en La Tour Saint Joseph, la casa madre y noviciado. Antes,
había sido la encargada de mendigar casa por casa para cubrir las
necesidades de las personas que atienden. Todo fue idea del padre Le
Pailleur, un sacerdote que las apoyó al principio, pero que más
tarde quiso relegarla de sus responsabilidades como fundadora y
nombró a una Madre General mucho más joven, que pudo manejar a
su antojo y así figurar como el creador de la nueva congregación.
Juana todavía siente como la mira con desdén cuando llega de
visita, pero no se lo tiene en cuenta ni le guarda rencor. Ya le dijo
todo lo que le tenía que decir.
Sale de la habitación con
paso lento y enseguida siente una presencia a su lado. Es una de las
novicias, sor Celina, quien le agarra del brazo y la ayuda a caminar
hasta la tribuna, en una esquina, donde a ella le gusta sentarse para
rezar. Le sonríe agradecida. Echa de menos el trato con las ancianas
pobres, pero acepta con verdadero afecto la compañía de las jóvenes
novicias. Le agrada contarles sobre los inicios y darles consejos.
Cuando finaliza la oración
de la mañana, Juana todavía se queda un rato más en contemplación.
Le alegra saber que más allá del tiempo o de las situaciones
vividas, Dios sigue siendo el mismo. El mismo que le sostuvo cuando
tuvo que dejar a su familia para emplearse en otro lugar, el mismo
que instauró en su corazón la promesa de una vocación diferente,
por la que rechazó insistentes propuestas de matrimonio; el mismo que le había dado la fortaleza de salir a pedir para sus pobres el
pan de cada día, aunque más de una vez recibiera gritos, golpes e
insultos. El mismo Dios que le impulsó
aquella noche de invierno a ceder su cama para una anciana mendiga y
ciega, siendo aquello un punto de inflexión en su vida. Recordaba
ese día con nitidez, así cómo las emociones que le invadieron.
Saint-Servan era un pueblo
pesquero cuyas callejuelas aún arrastraban el aliento de la
revolución y los grises edificios sudaban humedad y salitre. Aquel
día llovía a mares y el frío calaba los huesos. Juana era entonces una mujer recia, de buen porte y mirada transparente, con el típico carácter duro de las bretonas. Volvía a la
casa que compartía con una buena compañera, tras todo el día
sirviendo en diferentes familias acomodadas.
Poco antes de llegar a su
destino, bajo uno de los arcos cercanos al puerto, Juana se cruzó
con Ana. La anciana ciega ejercía la mendicidad porque
ya no se podía dedicar a otra cosa.
- Pero Ana... ¿qué hace aquí
a estas horas?- la saludó Juana- ¡Arriba! Que va a coger un
constipado. La acompaño a casa- la animó, ayudándola a levantarse.
Entonces lo sintió. No
sabría explicarlo con palabras. Pero fue la certeza plena que
durante tantos años había estado esperando. “Es ahora”.
Ya no podía seguir socorriendo a pobres y enfermas de forma puntual. Tenía que ser su hermana. Muchas veces había divagado sobre dejarlo
todo e irse a vivir a las calles y caminos, pero la llamada fue otra: ella les daría un hogar de verdad y compartiría su
pobreza, pero dotándola de dignidad. Y así como lo sintió, lo
decidió. Y se llevó a Ana a su casa.