jueves, 30 de agosto de 2018

Misión Colombia

"No llores porque ya se terminó,
sonríe porque sucedió.”
- Gabriel García Márquez 'Gabo' -

Hace una semana, cuando me sonaba la alarma para comenzar mi primer día de trabajo después de vacaciones, todo mi ser sufrió un cataclismo brutal. Supongo que es lo que sucede cuando vives una experiencia que te desconecta de tu realidad cotidiana y te sumerge en otra totalmente diferente, que te toca muy adentro, te cuestiona, te indigna por momentos y te descoloca, pero que al mismo tiempo te enamora.

Poca gente sabe que mi sueño de viajar a Colombia comenzó hace ya mucho, cuando cayó en mis manos una novela que narraba con dureza la historia de un gamín en las calles de Bogotá. Desde que la leí, como si fuese razón justificada suficiente, tuve el deseo de ir a este país. Aunque reconozco que el acento paisa de regiones como Antioquia, Caldas, Quindío o Risaralda, siempre ha sido un incentivo importante (😜😜).

Años más tarde, han ocurrido otras cosas... Francisco de Asís ya era mi santo predilecto (junto con la Madre Teresa) cuando conocí a los franciscanos conventuales de una manera absolutamente casual, encontré un empleo que me permite tener un mes libre, etc. Como si alguien fuera hilando los acontecimientos para mostrarme un resultado evidente, una meta casi por inercia: la misión franciscana en Corozal y Medellín 2018.

Durante este curso, junto con otr@s seis compañer@s de diferentes partes de España, se nos invitó a tres encuentros para informarnos sobre la situación de las zonas que íbamos a visitar, la cultura y los proyectos en los que trabajaríamos (comedor, refuerzo escolar y apadrinamientos en Corozal; fase inicial de un proyecto con madres solteras en Medellín). 

El primero y uno de los mayores regalos de la misión llegó entonces, cuando conocí a mi familia misionera, una auténtica fraternidad franciscana. El compartir esta experiencia en su compañía, me hace sentir muy afortunada, porque sin ell@s, NADA habría sido lo mismo. Gracias a Fray Jordi por la buena intuición de convocarnos y darnos la oportunidad. Es increíble que hayamos coincidido en el momento y espacio exacto, a través de historias tan variadas y personalidades dispares. Son personas tan, pero tan bonitas... que es un signo más de que Dios estaba involucrado en todos los aspectos de la misión para que saliera bien.
Convencida de que todo esto era (y es) de Él, el 27 de julio cruzamos el charco, pisando por primera vez en la vida (pero no la última), suelo colombiano.


Primer destino: Corozal

Apenas podía creer que estaba allí. Y no conseguir dormir debido al calor húmedo, a la sobreestimulación y al subidón, no ayudaba a mejorar mi credulidad. La primera impresión fue que me había adentrado en una novela de García Márquez. El choque cultural fue fuerte al visitar el caótico mercado y percibir las miradas de l@s lugareñ@s. Llamó mi atención de europea, el tráfico desordenado, la superpoblación de motos con tres, cuatro y hasta cinco pasajeros más pertenencias; los caminos sin asfaltar, los perros esqueléticos, el intenso hedor procedente del río; las viviendas bajas con sus tejados de palma o uralita, algunas construidas con bambú o las llamadas "de saco", las más penosas, con retales de plásticos. Asimismo, la problemática de las personas migrantes de Venezuela se va haciendo notable: se dedican a los empleos más precarios, ganándose la vida como pueden en las carreteras o intercambiando bolívares a cambio de cualquier cantidad de pesos colombianos.

En Corozal, hay barrios donde se vive una pobreza humillante, contraria a la dignidad humana. Encoleriza darse cuenta que es una miseria que soporta también la infancia, normalizada por las familias para sobrevivir, pero no con una resignación pasiva. Conmueve el coraje, la esperanza, la fe y el compromiso con la comunidad de las personas que hemos conocido en Colombia, su lucha y su capacidad para superar los más grandes obstáculos diarios como si fueran diminutos. Pudimos comprobar sus carencias, las condiciones de insalubridad y las dificultades en la accesibilidad, cuando visitamos a personas enfermas, niñ@s y jóvenes apadrinad@s o pertenecientes a los proyectos de comedor o refuerzo escolar. La mayoría de unidades familiares esconden algún conflicto: madres solas, violencia, falta de empleo y de futuro, infancias no cuidadas. No es fácil. No debe ser fácil. Por eso, porque lo viven y conocen su realidad de primera mano, son las personas oriundas y sólo ellas, las heroínas en estas historias. Ni misioner@s ni voluntari@s o cooperantes. Sólo ellas son las protagonistas de los cambios de su entorno. 

Corozal es la perla de la sabana. Por sus paisajes tan espectaculares, por su cultura de vallenato y porro; el acento costeño y ese tono de piel perfecto de sus pobladores; por sus arepas, jugos, "tinticos", empanadas, patacones, sancocho y enyucado, el agua embolsada; por sus celebraciones semicarismáticas con música a todo volumen y palmas a ritmo de corchea; y sobre todo, por sus gentes naturales, vitales, alegres y confiadas. 

Recuerdo la acogida de l@s niñ@s y cómo recibí con sorpresa esos abrazos "apretaos" a los que no costó acostumbrarse. Recuerdo algunas miradas concretas de esos ojos oscuros y limpios. Miradas en las que me parecía leer la necesidad de ser querid@s incondicionalmente y buscaban en la mía la promesa de otra vida posible. Recuerdo esas sonrisas que sanaban cualquier preocupación superficial, que me enseñaban que ningún problema puede impedir la alegría. El menú bueno y sano del comedor, casi tan saludable como el afecto que se respira. El orden, la pulcritud y la sobriedad. Las clases de refuerzo, su letra de principiantes que empieza a mejorar y sus terroríficas faltas de ortografía. La subida a la ladera para volar las cometas, la dedicación de las "seños", los juegos de manos y los ratos de crear música con un cajón y una guacharaca. Recuerdo abrir los brazos el último día y sentirme arropada por una decena de "niñ@s lapa", que no me soltaban (ni yo quería que lo hicieran). Recuerdo el cariño y la ternura que me ensanchaba el corazón cuando les veía cada mañana o cada tarde, y todo el amor que me entregaban de forma tan simple y espontánea. Sé que soy una afortunada por haber compartido con est@s "pelaít@s" tan rebonic@s unos días tan especiales. Imposible no quererles.

Recuerdo las oraciones de la mañana en la capilla. Los desayunos con tinto, queso y papaya. Los conciertos de guitarra de Fray Jordi y lo espectacular que suena el flamenco por aquellas latitudes. La simplicidad. El gran apoyo del resto de misioner@s en los momentos bajos y cómo les eché de menos cuando nos dividieron. Los cuidados y detalles maternales de Marielo, su profundidad y ese "no se qué" que trasmite tanta paz; la magia y los chistes de Javi, su conversación y su fe capaz de mover montañas; la defensa de las causas justas de Maricruz, sus ideas, su optimismo y buen ánimo infatigable; el arte y la gran sensibilidad de Arturo, la comprensión, la calma; y la memoria infinita de Clara, su dinamismo y su fortaleza ante las adversidades.

Recuerdo el trato amabilísimo y educado, sin palabras malsonantes. Las expresiones colombianas. Las noches fraternas en la terraza. Recuerdo disfrutar de la presencia de los frailes y de mis compas, de escuchar sus cosas y sentirme privilegiada. Recuerdo el día que fuimos a Sincelejo, la capital de Sucre, y cómo dieron una vuelta para que viéramos la famosa iguana de azulejos y entráramos a un centro comercial, donde todo parecía demasiado en comparación con lo que habíamos conocido hasta el momento. Colombia, país de contrastes.

Recuerdo emocionarme escuchando las historias de las personas mayores que venían al comedor, admirando su resistencia y su capacidad de renuncia para que sus hij@s pudieran comer y estudiar, educándoles como mejor podían o sabían, aunque much@s lo han olvidado y no mantienen contacto con sus madres o padres.  Sin embargo, qué resiliencia la de nuestr@s ancian@s ¡y qué ritmo!

Recuerdo los paseos por los caminos de tierra, visitando enferm@s... y a mí me acongojaba llegar sin avisar y que además nos ofrecieran algo para tomar, como si fuéramos alguien importante. Me asombró el anhelo con el que esperaban la Comunión cuando no se podían desplazar a la iglesia y la gratitud por nuestros rezos. Recuerdo su confianza en un Dios bueno, sin atisbo de duda. Una fe popular, que se refleja más allá de los muros de lo privado. Recuerdo esa forma de vivir tan diferente a la de España, tan "al día", tan poco organizada ni cuadriculada, de horarios sumamente laxos.

Recuerdo los trayectos hasta los corregimientos en el pickub, extasiada ante el verde paisaje sabanero e intentado mantener el equilibrio entre la multitud de baches y el tráfico vacuno. Recuerdo la disponibilidad de D. Jorge (la exprimimos al máximo, creo yo). Recuerdo esos descansos en el bohío y el suave balanceo de la mecedora. Recuerdo lo mal que lo pasé en algunas reuniones porque se me cerraban los ojos sin remedio y ¡qué pena (vergüenza) quedarme siempre la última comiendo! Recuerdo despertarme a palanganazos de agua y la mezcla de sudor, crema solar y loción antimosquitos embadurnando la piel. Recuerdo Coveñas y las olas de agua tibia del Mar Caribe. La peregrinación al Señor de los Milagros (Villa de San Benito Abad, Sucre) y la gente linda del Mamón, aunque yo ese día estaba con marejadilla intestinal. Recuerdo nuestra efímera estancia en las Llanadas, lo bien que nos atendieron, sobre todo la juventud de allá, y las pésimas condiciones de tant@s ancian@s en soledad.

Recuerdo mi primera salchipapa y esa risa contagiosa de Fray Oto que hubiese querido embotellar para traerla a Pamplona. La teología del realismo de Fray Jorge con esa pizca de locura que le caracteriza y que él asume tan ricamente. El curro de Fray Antonio para cuidar de l@s niñ@s como un papá (ése que a tant@s les falta) y también de nosotr@s. Recuerdo a Chicho, el gato del convento, sus mordisquitos y la paciencia que el pobre animal tenía que tener con sus dueños. Recuerdo ver a los tres frailes entregados a su labor parroquial, en los proyectos, en los coles, en los corregimientos... desgastándose en silencio, sin aplausos y con buen humor. Viviendo lo ordinario de modo extraordinario. ¿Cómo no sentirse abrumada de gratitud con estos hombres de Dios que nos abrieron de par en par las puertas de su hogar, dándonos todo lo que son, lo poquico que poseen y cuya presencia nos esponjaba el alma?

Recuerdo las despedidas con un "Dios le bendiga", las Eucaristías en Santa Clara con un montón de monaguill@s escoltando al sacerdote y dejándonos anodadad@s con su respeto y el control sobre los protocolos litúrgicos. Recuerdo con especial devoción la canción de "¡Clara, Clara, Clara! Clara es tu nombre".

Recuerdo la vitalidad de la juventud costeña, su testimonio, autenticidad e idas de olla, su disfraz de franciscano conventual -que me quedaba fenomenal- y el compromiso en los diversos grupos. Las fotografías, los bailes y sus intentos fallidos para que mis caderas adquirieran movimiento. Aquel paseo hasta el centro de Corozal guiadas por ese angelito con gafas. Las charlas con esas "seños" que nos amenizaban y nos hacían reír. Las queremos a pesar de los vaciles en los que siempre caía (¡ya no más!). El regalo de la amistad, espero conservarlo y gozarlo hasta el próximo reencuentro.

Me dijeron que a Corozal es fácil llegar, pero difícil de olvidar. Y tenían razón. Quiero volver.



Rumbo a Medellín

En Medellín, agradecí el cambio de temperatura que me sirvió para despejar la mente. Disfruté de ese acento paisa que me tiene enamorada y me dejé maravillar por la belleza del paisaje: una ciudad entre montañas.

Sin embargo, el cambio a una ciudad grande como Medellín fue brusco. A las problemáticas familiares y a la pobreza impuesta se les unían la corrupción, la droga y la mafia de las bandas, por las que llegué a sentir verdadera repugnancia. Me pareció una tesitura mucho más triste y perversa.

Aprendí muchísimo de la descorazonadora realidad de las mujeres. Están completamente desprotegidas. Visitamos sus casas o chabolas, donde muchas residen en condiciones de hacinamiento y conocimos sus dificultades. No son situaciones que se puedan resolver de la noche a la mañana, pero el proyecto de los franciscanos es un buen punto de partida. En una sociedad tan machista, donde los hombres se dedican a fabricar hij@s, pero no tienen los huevos de ser padres; las mujeres son las que trabajan, cuidan y se organizan.

A pesar de que su demanda era casi siempre económica, su mayor conflicto es la imposibilidad de llegar a todo y estar pendiente de todo, por mucho que sean unas súper mujeres, valientes y fuertes. Necesitan información y acompañamiento para poder acceder a los escasos recursos de la municipalidad, apoyo para mejorar el balance de ingresos/gastos y una red que les permita trabajar sin que sus hij@s queden en la calle a merced de compañías que no les interesan. Y educación para que se empoderen, para que puedan optar a empleos dignos, para ganar esa autoestima que las aleje de la dependencia al macho y sororidad para que se unan entre ellas.

Recuerdo las subidas por esas cuestas empinadas de la comuna, amparada por l@s ministr@s de la parroquia. El primer día motivadísima, el segundo "no está mal", el tercero, ¡molida! Las calles y carreras por las cuales es tan fácil perderse y mi incapacidad para hacerme un plano mental de Medellín. Recuerdo la prudencia de nuestr@s voluntari@s. La hospitalidad, no sin cierta dosis de picardía, de las cabeza de familia. Sus historias desgarradoras ante las que sentí tanta indignación, pero que ellas narraban como si fuese lo más habitual del mundo. Recuerdo sus rostros marcados por el sufrimiento desde jóvenes y, que a pesar de todo, no dudan de que Dios les sostiene. La infancia acostumbrada al abandono, a la violencia, al miedo, a la miseria, a las muertes en plena calle.

Recuerdo las anécdotas para no dormir que nos contaban los frailes en la intimidad del convento. Recuerdo que regresar allá después de la misión era como alcanzar un oasis donde escuchar reír a Fray Jair o tolerar los vaciles de Fray Segundo, un auténtico Padrino.

Recuerdo las excursiones con Fray Nelson, el fraile de la sonrisa perpetua, que a pesar de tener que estudiar, nos hizo de guía para que pudiéramos conocer tantas cosas sin perdernos: el Pueblito Paisa, el desfile de los silleteros durante la feria de las flores o Guatapé, el pueblo más colorido y turístico con su subida a la Piedra del Peñol, donde disfrutamos de unas vistas que nos dejaron sin palabras. ¡Loado seas, mi Señor, por toda la Creación!

Recuerdo con especial cariño la barbacoa en el seminario franciscano conventual donde me quería quedar a vivir, rodeada de San Franciscos, San Josés de Cupertino, San Maximilianos Mª Kolbe y otros símbolos franciscanos. Y con Paloma, la cabra más molona. Recuerdo la subida en metrocable para contemplar la ciudad desde las alturas. Cómo disfrutamos de la compañía, la conversación y las bromas de Fray John Freddy y qué tristeza no compartir más momentos con él.

Recuerdo las Misas con música a todo volumen y los perritos entrando en la iglesia. Las peculiares edificaciones de ladrillo, unas sobre otras. Los graffitis decorando las paredes. La Catedral, las estatuas de Botero... Los trayectos en el metro, donde siempre cabía alguien más, aunque pareciera que no. Recuerdo las vísperas o las completas de la noche. La sensación de confort y la comodidad -con la que quizás perdimos un poquito la esencia de misión- y cómo nos mimaron los frailes desde el primer día. La señora Marina y sus comidas. El café con panela, los huevos revueltos y los frijoles. Recuerdo la invitación al helado más sibarita que he probado, en una quinta planta de un enorme y suntuoso centro comercial del Poblado. El Santuario de María Rosa Mística, tan cerca de la carretera, tan extraño y hasta tétrico, pero fascinante. El convento de la Madre Laura y su interesante biografía en contacto con l@s indígenas. Los taxistas locos o el riesgo que supone desplazarse en autobús y no morir en el intento. El viaje en chiva, un autocar de colores sin puertas ni ventanas en la que agradeces la brisa hasta que tres horas más tarde, te notas el culo plano.

Recuerdo las oraciones de los jueves con Jesús Eucaristía y trescientas personas en adoración. Recuerdo encontrar paz, más allá de la acedia espiritual. Recuerdo a l@s muchach@s de la catequesis de los sábados, l@s más lind@s de todo Medellín, sus preguntas, respuestas y travesuras. La mayoría quiere irse de Colombia, pero como me aseguraron que no estaba en sus planes entrar en bandas ni en trapicheos con droga, tengo la esperanza de que sean el futuro del barrio, de la comuna, de la ciudad y también del país.

Gracias. Principalmente a Él, a su Espíritu que nos ha cuidado tan de cerca que casi lo podíamos tocar. A Él, que estaba presente en cada persona, en cada situación, en cada instante. En todo lo que nuestros ojos alcanzaban ver, en todo lo que podíamos oír y sentir. "¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?" (Sal. 115).

Y a las personas que han conquistado nuestros corazones, no las olvidaremos. Gracias por todo el cariño recibido, la paciencia, cada gesto sencillo, todo lo aprendido.

La  misión continúa en nuestro ambiente y en nuestra rutina. Ahora que los proyectos tienen nombres y rostros. Con muchísimas ganas de seguir. Muchísimas ganas de ser puente.

¡¡Vamos!!


* Para conocer más acerca de los proyectos y cómo colaborar, pincha en la imagen:

2 comentarios:

  1. Menuda experiencia!!! Pasar tus vacaciones en lugares así, que te llenan el alma, no tiene nada que envidiar a los que pierden el tiempo tumbados en la playa. Los colombianos estarás tan contentos contigo como tú con ellos. Seguro.

    ResponderEliminar