miércoles, 12 de septiembre de 2018

La bruja bajo el puente

Una sombra anónima se desliza en la espesa negrura de la madrugada. Una sombra entre tantas otras, sobreviviendo a un frío invierno más. Abandona debajo del puente sus escasas pertenencias, unos cuantos cartones y la bebida que le ayudó a entrar en calor la noche anterior.

Siempre el mismo ritual. Acude a asearse someramente a un baño público y a conseguir algo de papel sobre el que pueda escribir. Hoy tiene suerte. Entra en su librería habitual, cuya propietaria suele apoyarle en sus necesidades, y le regala un cuaderno. Después, regresa a su vida de periferia y soledad para dedicarse a su oficio.

En el barrio, todo el mundo la conoce. He escuchado las leyendas. Las malas lenguas dicen que la vieja es una bruja. Una de esas que vivieron hace cientos de años en las montañas y se refugiaron en cuevas para celebrar sus aquelarres. Y aunque durante el día oculta su poder, cuando anochece sobrevuela los tejados y realiza pócimas con restos de alimañas. Algunos aseguran que la han oído maldecir en un idioma "oscuro".

Nunca me había acercado a ella. La he visto pasear cojeando muchas veces, hablar con los viandantes y entregarles un papelito a cambio de una moneda. No sé si fue su semblante adusto de mirada penetrante, nariz aguileña y un mostacho digno de general, su forma brusca de moverse o ese intenso olor que desprende -tan lejos de ser agradable-, lo que me provocaba cierta repulsión y temor. Pero hoy, el viento ha hecho planear una de sus notitas hasta mis pies. Cuando la he recogido con intención de devolvérsela, me ha hablado con una voz ronca de ultratumba.

- Para usted.

Meto la mano en mi bolso para darle una limosna a cambio, pero niega con la cabeza y se aleja.

En el papel, hay escritos unos versos con una caligrafía temblorosa. Me gusta lo que leo. Tiene una belleza peculiar. Son versos que traspasan la piel y te siguen cantando por dentro. Producen el mismo efecto que la gota de agua que cae suavemente sobre una superficie rígida, pero con el tiempo logra dejar una huella.

Me siento en uno de los bancos y contemplo a la gente que se aproxima a la vieja para hacerse con uno de sus poemas. Algunas personas con curiosidad, otras por caridad y hay quien sabe que esas pocas palabras les van a iluminar el día y les van a contar cosas, incluso de sí mismas, que nadie les había dicho antes. Una sonrisa silenciosa y una mirada agradecida es la reacción común. Y me parece que la paga de la vieja es más ésa que cualquier recompensa material.

Releo detenidamente mi poema y creo comprender lo que hay más allá de la escritura. La poesía es la vida de esa mujer y ella habita en cada letra. Como si con cada estrofa fuera reconstruyendo su existencia hecha pedazos y le diera sentido. No importa su historia -ésa que nunca contará a nadie- o las mentiras que circulan sobre ella. Porque su esencia, quien es realmente, está en sus pequeñas creaciones. Y su presencia resulta sanadora para todo aquel capaz de descubrirla a través de la tinta. "He aquí su magia", pienso.

Me levanto y doy media vuelta para proseguir con mis quehaceres, convencida de que no será mi último encuentro con la bruja y que no toda la gente errante anda perdida.

"Algunos los llaman la gente sin techo, para otros no son más que el cuarto mundo. Pobres, que en la calle los abandona. Sólo los corazones que todavía recuerdan el lenguaje de las estrellas, conocen la verdadera historia. 

Sólo ellos saben que aquel día, sin saber por qué, comenzaron a caer ángeles del cielo. Ángeles de blancas vestiduras, ángeles de blancos sueños y blancas esperanzas. Y sin saber por qué, cuando sus pies tocaban las aceras de las calles, la hierba de los parques, olvidaban de dónde venían y tampoco sabían dónde podían ir. 

Algunos los llaman el cuarto mundo... Sólo los corazones que todavía recuerdan el lenguaje de las estrellas, saben que los ángeles duermen en las aceras.


Cayeron en las calles en un día gris,
en los bancos del parque, su nube de papel.
Los charcos, las aceras, los portales...
Al anochecer, los vieron mirando un cielo al que no pueden volver.

Sus alas se han caído y no recuerdan ya de donde han venido y si hubo alguna vez un paraíso distinto, una sonrisa o una taza de café.

Y entre un mar zapatos y aceras,
en su isla de cartón viajan lejos,
tan lejos de su paraíso,
tan cerca del infierno al que cayeron.

Y el frío congeló la esperanza.
Y el hambre hizo olvidar los olores del mar y las flores en la noche.

Caminan por las calles, un mundo sin altura.
No hay vértigo, no hay miedo, no hay donde caer.
Y mientras aborrecen el menú del hambre,
tan cerca de la tierra, el pan no sabe igual;
caídos desde el cielo, atados en el suelo."
- Pedro Sosa -

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