Érase una vez, en un reino no muy lejano llamado Capullolandia, bajo el lema de lo políticamente correcto, cada capull@ hacía lo que le daba la gana, siempre precedid@ por palabrería de alta gama que escondía valores no tan altos.
Gustaba a la ciudadanía capullina que se le dorara la píldora y se le palmease la espalda delante de multitudes. Era costumbre en l@s habitantes, denostar a otr@s, seguramente no tan capull@s y despreciarles por su origen, profesión, físico o aficiones, siempre quedando por encima, casi siempre a escondidas y entre el gentío.
Como en los otros reinos de la imbecilidad universal, en Capullolandia se gobernaba desde una dictadura invisibilizada, disfrazada de democracia.
En Capullolandia, los aliados feministas sólo lo eran de palabra y ante la imagen pública, pero en el fondo se sentían incapaces de renunciar a sus privilegios en favor de una mayor igualdad con las mujeres. Al contrario, disfrutaban como propios los logros y esfuerzos de ellas.
En Capullolandia, estaba de moda luchar por los derechos de algunos colectivos, mientras que las personas mayores eran abandonadas en sus hogares (en el mejor de los casos), porque en Capullolandia el verbo "amar" nunca se conjugaba al modo del verbo "cuidar".
En Capullolandia, existían seres que desde diferentes altares, prometían la felicidad convertida en eslogan y dirigían discursos morales, dotados de una superioridad aclamada por las masas, pero que ninguneaba a l@s más frágiles y menores. Porque lo que no se ve... no vende.
En Capullolandia, la economía dominaba el sistema y las emociones, ponía las fronteras que demarcaban su territorio y el derecho a sentirse parte de él, pero sobre todo, garantizaba la cobertura de una vida digna.
Capullolandia mostraba su orgullo nacional, porque la preocupación fingida por el resto del planeta resultaba de sumar hipocresía y teatro.
Y mientras en Capullolandia, la solidaridad y la diplomacia la llevan previa much@s capullolinis, l@s "sin nombre" seguirán siendo aquell@s a quienes ni siquiera se les asigna dicho título.
Gustaba a la ciudadanía capullina que se le dorara la píldora y se le palmease la espalda delante de multitudes. Era costumbre en l@s habitantes, denostar a otr@s, seguramente no tan capull@s y despreciarles por su origen, profesión, físico o aficiones, siempre quedando por encima, casi siempre a escondidas y entre el gentío.
Como en los otros reinos de la imbecilidad universal, en Capullolandia se gobernaba desde una dictadura invisibilizada, disfrazada de democracia.
En Capullolandia, los aliados feministas sólo lo eran de palabra y ante la imagen pública, pero en el fondo se sentían incapaces de renunciar a sus privilegios en favor de una mayor igualdad con las mujeres. Al contrario, disfrutaban como propios los logros y esfuerzos de ellas.
En Capullolandia, estaba de moda luchar por los derechos de algunos colectivos, mientras que las personas mayores eran abandonadas en sus hogares (en el mejor de los casos), porque en Capullolandia el verbo "amar" nunca se conjugaba al modo del verbo "cuidar".
En Capullolandia, existían seres que desde diferentes altares, prometían la felicidad convertida en eslogan y dirigían discursos morales, dotados de una superioridad aclamada por las masas, pero que ninguneaba a l@s más frágiles y menores. Porque lo que no se ve... no vende.
En Capullolandia, la economía dominaba el sistema y las emociones, ponía las fronteras que demarcaban su territorio y el derecho a sentirse parte de él, pero sobre todo, garantizaba la cobertura de una vida digna.
Capullolandia mostraba su orgullo nacional, porque la preocupación fingida por el resto del planeta resultaba de sumar hipocresía y teatro.
Y mientras en Capullolandia, la solidaridad y la diplomacia la llevan previa much@s capullolinis, l@s "sin nombre" seguirán siendo aquell@s a quienes ni siquiera se les asigna dicho título.
Mucho capullo por el mundo mundial.
ResponderEliminarSupergenial!!!!!!