domingo, 23 de junio de 2019

Hija del mal

Si aquella mujer no hubiera sido buena conmigo ni hubiera tenido ese gesto de ternura, probablemente no estaría aquí...
Pintura de Lita Cabellut
Eran las tres de la madrugada y esa noche me había metido toda la mierda que había podido conseguir a cambio de todo tipo de favores. No tenía un duro y no me apetecía regresar al centro de menores en esas condiciones. Tampoco habría podido dar un paso más. Me refugié en un cajero que descubrí bajo unos soportales. Tenía frío, a pesar de estar en el mes de julio y me abracé con mis propios brazos, pretendiendo abrigarme. Cerré los ojos.

Había pasado los últimos cuatro años de mi vida en diferentes centros de acogida. Me escapaba siempre. La banda era el único vínculo emocional que había logrado mantener. No era lo mejor del mundo, pero era un lugar donde me sentía querida y considerada. Había tenido que pasar por el aro en varias ocasiones en la que establecieron medidas judiciales por robos, escándalos y trapicheos, pero había merecido la pena por ganarme la pertenencia al grupo. O eso creía.

La policía nunca me localizaba cuando me piraba. Había llegado a pensar que, en el fondo, no les interesaba hacerlo. Volvería a huir y lo sabían. Era como un dolor de cabeza continuo para las profesionales que debían cuidar de mí. "Deber". Cuánto rechazo me producía esa palabra.

Mi madre nunca cumplió con el suyo, con su deber, conmigo. Mucho menos mi padre, que nos abandonó en cuanto supo de mi nacimiento. Después, me quedé sola, porque la mujer que me dio a luz decidió emigrar a España en busca de otra vida, sin violencia ni abusos. Había cumplido dieciocho primaveras y yo apenas compartí con ella un invierno.

Durante una década, todo con lo que había estado cargando mi madre, cayó sobre mí como una losa. Aprendí lo qué es la violencia ejercida dentro de la propia familia y que no podía confiar en nadie. También aprendí a sobrevivir y a defenderme.

A los diez años, me obligaron a cruzar el charco para reencontrarme con aquella desconocida que me había parido y me reclamaba. Quizás, pretendía que fuéramos una familia feliz: ella, yo... y mis dos hermanastros sin padre, a los que debía querer y atender. 

No lo hice nunca.

No duré ni año y medio en mi nuevo hogar. Cuando la situación se hizo insoportable, aquella extraña cedió mi guarda y custodia a los organismos competentes. A veces, pasábamos ratos juntas. Salía de los centros sin ser vista y esperaba en el portal a que ella llegara de dejar a sus otros hijos en la escuela. Me portaba bien. Hacía la comida y arreglaba la casa, pero siempre me terminaba echando. Supe que jamás me querría. Y no la culpo. Tal vez, deseaba que me encontraran muerta para que dejase de ser un problema.
Pintura de Pedro (González) Alonso


Desperté de golpe al sentir una suave caricia en mis mejillas amoratadas. Mi capacidad de reacción seguía dormida. 

Ella me sonrió serena y me tapó con una manta. Se trataba de una mujer joven, aunque su pelo era gris y la piel blanca, casi transparente. Sus ojos oscuros y grandes, me observaban con una mezcla de preocupación y dulzura. Se quedó allí, sosteniendo mis manos entre las suyas, hasta que volví a conciliar el sueño. Me dormí pensando que, al igual que las hadas madrinas de los cuentos infantiles, a la mañana siguiente habría desaparecido.

No fue así.

Seguía a mi lado. Como hacen las madres con sus hijos enfermos. Contemplé las bolsas oscuras bajo esa mirada libre de juicios. Sonrió de nuevo y me preguntó cómo estaba y yo me eché a llorar sin saber muy bien por qué o sabiendo que nadie había hecho por mí lo que esa mujer estaba haciendo. Me acunó entre sus brazos e imaginé que así debían hacerlo también las madres con sus hijos recién nacidos.

"¿Tienes hambre?" me preguntó y me invitó a desayunar a un diminuto piso abuhardillado donde ella vivía entre sus cuadros y un par de coloridos periquitos a los que llamaba Ana y Cleto. La sala de estar se hallaba repleta de pinturas y un intenso olor inundaba la estancia. Los rostros sobre el lienzo mostraban tristeza, dolor y desesperanza. Tenían un aspecto algo grotesco como el que yo debía lucir después de dormir en la calle. Cada uno me contaba una historia parecida a la mía y mis heridas eran las suyas.

Aquella mujer me enseñó a tender puentes entre esas heridas y mis sueños. Me enseñó a utilizar los pinceles para sacar el rencor y la desconfianza, convirtiéndolos en arte. Pero lo más importante que aquella mujer me enseñó fue que soy digna de amor y capaz de entregarlo. Que merecía esas segundas oportunidades de las que todo el mundo habla, pero que nadie me había brindado antes.

La ternura cura y salva.
La paciencia ofrece el tiempo.
La confianza siempre es una entusiasta creativa.


C O N F I A R
P E R M A N E C E R
A M A R

Dibujo de Pedro (González) Alonso

"Cuidemos de l@s niñ@s
y no tendremos que preocuparnos 
de castigar a los adultos"

2 comentarios:

  1. Una triste y cruda realidad! Más vale que le has puesto un final feliz..... Ya no es tan triste....

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  2. Bufff. ¡Qué fuerte! Qué será de ella? Tal vez reconduzca su vida gracias a esa angel cariñosa....??

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