viernes, 16 de febrero de 2018

La mujer del ático

A Esperanza.

La mujer del ático era una de esas personas extraordinarias que nacen una vez cada quinientos años y que parece imposible que existan en este mundo de humo y ceniza. Pero si tienes la fortuna y el privilegio de toparte con ella, estás en el deber de agradecerlo y, por tanto, de contarlo.

La conocía desde hace más de diez años, cuando me mudé al diminuto piso debajo del suyo. Todos los vecinos eran personajes peculiares, acostumbrados a lidiar con la soledad, entre quienes me sentí una más y a los que tomé cariño enseguida. Pero aquella mujer... Aquella mujer era especial.
La abuela- como yo la llamaba- era una mujer alta, algo encorvada y enérgica. Su cabello lucía gris, corto y alborotado. Tenía los ojos de un verde esmeralda que llamaba la atención y que relampagueaban cada vez que reía. La definía su buen talante y esa sabiduría sencilla que otorgan los años. Tras una losa de carácter y genio escondía un corazón de oro. 

Me encantaba escucharla discutir sobre cualquier tema, menos sobre política. Afirmaba que las ideologías, llevadas al extremo, ya le habían robado demasiadas cosas como para que le hicieran perder saliva y tiempo en los momentos de paz.

Gustaba de acudir a exposiciones de pintura y sentía predilección por los artistas noveles. Decía que transmitían la alegría que los más expertos eran incapaces de plasmar. También asistía al teatro siempre que podía permitírselo y disfrutaba de la música, de los recitales de poesía y las tertulias literarias, de las que era asidua. 

Su casa era una biblioteca repleta de libros de toda clase e idioma, incluso podías encontrártelos en los lugares más insospechados, como el armario de las escobas o en los estantes del baño.

Cruzar el umbral de su habitación era adentrarse en un pequeño santuario. La ventana daba al patio interior, por lo que la estancia solía hallarse en penumbra, apenas iluminada por la escasa luz de la lamparita de la mesilla. Sobre el cabecero de la cama, un enorme Cristo crucificado presidía el cuarto, acompañado por un retrato a carboncillo del abuelo y una veintena de estampas de santos colocadas sobre el tocador, junto a las fotos de hijos y nietos.

La abuela había tenido siete hijos y por lo que relataba, su marido había sido el mejor hombre sobre la faz de la tierra. No obstante, su esposo no era el único al que la mujer del ático mencionaba con tanto amor como admiración. Antes de casarse, había conocido a un joven algunos años mayor que ella, dueño de una librería de viejo llamada "La flor", heredada de sus tíos, los cuales habían emigrado a América en busca de mejor vida.

A aquel joven y a ella les apasionaba el arte y no tardaron en hacerse amigos, compartir sus novelas predilectas o ir al cine para luego debatir sobre la trama, el mensaje u otras cuestiones más técnicas.

Finalmente, durante la guerra, el joven tuvo que exiliarse y llevarse consigo todos los libros prohibidos que pudo. Jamás volvieron a verse, pero desde entonces, cada tres meses, la abuela recibía un libro entre cuyas páginas siempre descubría una flor seca, como única firma de su remitente.

Yo, no sin cierta picardía, intentaba tirarle de la lengua para que me contase algo más. Ella lo percibía y se deshacía en elogios hacia el padre de sus hijos mientras perjuraba que con el librero sólo tuvo una bonita amistad. Sin embargo, creo que la abuela comenzó a envejecer el día que él se marchó.

Durante los últimos años, la abuela casi no salía de casa, pasaba el rato en la sala de estar, bordando, escuchando la radio y rezando un rosario de mil cuentas. 

Se iba marchitando día a día y ella era consciente de su deterioro, pero decía que con ello se le regalaba la oportunidad de vivir y amar la pobreza en su propio cuerpo. Sabía que le quedaba poco tiempo, pero no le daba miedo. Afrontaba la situación con una entereza que me desbordaba. "En toda realidad hay poesía. Aprenda a observarla", me enseñaba.

Muchas veces me pedía que le leyera una de esas novelas que se sabía de memoria. Sospechaba que lo hacía para que la dejase a solas con sus pensamientos, porque cada vez que levantaba la vista, la sorprendía con la mirada perdida en las gotas de lluvia que lamían el cristal o en el sol que sellaba la ventana de luz cálida. Todos los recuerdos parecían pasar ante sus ojos en un instante.

A los meses de fallecer, vi a un anciano de largas barbas blancas frente a la lápida de la abuela. Permanecí en silencio a varios metros para no molestar. Antes de irse, colocó un objeto sobre la tumba. Cuando me acerqué y advertí lo qué allí había abandonado, adiviné quién era aquel desconocido. 

Un libro y una rosa como último homenaje terrenal a una amistad eterna.

Tuve la intuición de que la mujer del ático estaría sonriendo desde el Cielo.

"Cada libro, cada tomo que ves, tiene alma. El alma de quién lo escribió, y el alma de quiénes lo leyeron y vivieron y soñaron con él."
"Los libros son espejos: sólo se ve en ellos lo que uno ya lleva dentro.
"
- Carlos Ruiz Zafón 
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Publicado en El Narratorio (marzo 2018)

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